martes, 22 de septiembre de 2009

Lyell

Charles Lyell (Kinnordy, Forfarshire, 14 de noviembre de 1797 - Londres, 22 de febrero de 1875), fue un abogado y geólogo británico, uno de los fundadores de la Geología moderna. Lyell fue uno de los representantes más destacados del uniformismo y el gradualismo geológico.



Obra



Principles of Geology.
Principios de geología (Principles of Geology), publicada entre 1830 y 1833 en varios volúmenes, es su obra más destacada. Según la tesis uniformista, ya formulada por James Hutton, el padre de la geología moderna, la Tierra se habría formado lentamente a lo largo de extensos períodos de tiempo y a partir de las mismas fuerzas físicas que hoy rigen los fenómenos geológicos (uniformismo): erosión, terremotos, volcanes, inundaciones, etc. Esta idea se opone al catastrofismo, tesis según la cual la Tierra habría sido modelada por una serie de grandes catástrofes en un tiempo relativamente corto.


La obra de Lyell tiene tres dimensiones:[1]
  1. Actualismo: explicación de los fenómenos pasados a partir de las mismas causas que operan en la actualidad.
  2. Uniformismo: los fenómenos geológicos pasados son uniformes, excluyéndose cualquier fenómeno catastrófico.
  3. Equilibrio dinámico: la historia de la Tierra se rige por un ciclo constante de creación y destrucción, de manera que los períodos geológicos son idénticos.

Teoría del equilibrio dinámico

Lyell formula su teoría del equilibrio dinámico en el contexto geológico, para después aplicarla al mundo de lo orgánico:
  • En la historia de la Tierra, Lyell distingue dos procesos básicos de la morfogénesis geológica, dos procesos que se habrían producido periódicamente, compensándose el uno al otro: los fenómenos acuosos (erosión y sedimentación) y los fenómenos ígneos (volcánicos y sísmicos).
  • Paralelamente, en la historia de la vida, Lyell supuso que se habían dado períodos sucesivos de extinción y creación de especies: el movimiento aleatorio de los continentes habría originado profundos cambios climáticos y muchas especies, al no poder emigrar o competir con otros grupos biológicos, se habrían extinguido, siendo sustituidas por otras creadas mediante leyes naturales.

Influencia

Los Principios de geología se convirtieron en la más influyente de las obras de geología del siglo XIX y la buena venta de sus sucesivas ediciones fue la principal fuente de sustento de su autor. Charles Darwin leyó el primer volumen de la obra de Lyell durante su viaje de exploración en el HMS Beagle y escribió que los Principios de geología habían cambiado su forma de mirar el mundo, siendo una inspiración fundamental para El origen de las especies. Autores literarios como Herman Melville o Alfred Tennyson también obtuvieron inspiración en las obras de Lyell por su retrato de la acción de las fuerzas de la naturaleza.

Referencias

  1. Ruse 1983, p. 64

Bibliografía

  • La obra completa de Lyell (en inglés) se encuentra disponible en Obras de Charles Lyell en el Proyecto Gutenberg
  • González Recio, José Luis (2003). Teorías de la vida. Madrid: Síntesis.
  • Gribbin, John (2005). Historia de la ciencia, 1543-2001. Barcelona: Crítica.
  • Secord, James A. (1997). "Introduction" to Charles Lyell's Principles of Geology. Londres: Penguin.
  • Virgili, C. (2003). El fin de los mitos geológicos, Lyell. Nivola Libros y Ediciones, S.L. 320 págs. Madrid ISBN 978-84-95599-44-5

Principles of Geology III & IV - Charles Lyell

Principles of Geology III
Arabiam writers of the Tenth century-Persecution of Omar - Cosmogony of the Koran - Early Itatian writers - Fracastoro - controversy as to the real nature of organized fossils - Fossil shells attributed to the Mosaic deluge - Palissy - Steno - Scilla - Quirini - Boyle - Plot - Hooke's Theory of Elevation by earthquakes - His speculations on lost species of animals - Ray - Physico - theological writers-Woodward's Diluvial Theory - Burnet - Whiston - Hutchinson - Leibnitz - Vallisneri - Lazzoro Moro - Generelii - Buffon - His theory condemned by the Sorbonne as unorthodox - Buffon's declaration - Targioni - Arduino - Michell - Catcott - Raspe - Fortis - Testa - Whitehurst - Palias - Saussure.
AFTER the decline of the Roman empire, the cultivation of physical science was first revived with some success by the Saracens, about the middle of the eighth century of our era. The works of the most eminent classic writers were purchased at great expense from the Christians, and translated into Arabic; and Al Mamun, son of the famous HarunalRashid, the contemporary of Charlemagne, received with marks of distinction, at his court at Bagdad, astronomers and men of learning from different countries. This caliph, and some of his successors, encountered much opposition and jealousy from the doctors of the Mahomedan law, who wished the Moslems to confine their studies to the Koran, dreading the effects of the diffusion of a taste for the physical sciences. Almost all the works of the early Arabian writers are lost. Amongst those of the tentll century, of which fragments are now extant, is a system of mineralogy by Avicenna a physician, in whose arrangement there is considerable merit. In the same century also, Omar, surnamed "El Aalem," or " the Learned," wrote a work on "the Retreat of the Sea." It appears that on comparing the charts of his own time with those made by the Indian and Persian astronomers two thousand years before, he had satisfied himself that important changes had taken place since the times of history in the form of tbe coasts of Asia, and that the extension of the sea had been greater at some former periods. He was confirmed in this opinion by the numerous salt springs and marshes in the interior of Asia; a phenomenon from which Pallas, in more recent times, has drawn the same inference.

martes, 1 de septiembre de 2009

Cristobal Colón y la redondez de la Tierra

La leyenda, que generalmente es una buena costumbre, muchas veces sostiene cosas completamente falsas: una de ellas es la que muestra a Colón como un visionario que sostenía que la Tierra era esférica ante la ignorancia de una época que la consideraba plana como un compact-disc.


Porque la verdad de la milanesa es que Colón jamás sostuvo que la Tierra era redonda. O mejor dicho, jamás discutió tal cosa: la polémica que enfrentó a Colón con los geógrafos de la corte de Portugal primero y de Castilla después no tuvo nada que ver con la redondez de la Tierra. Más aún, en esas polémicas —y también en contra de la leyenda popular— lo que los geógrafos argüían contra Colón era perfectamente atinado y la postura de Colón era un disparate.

Ocurre que en la época de Colón la esfericidad de la Tierra ya era un hecho perfectamente establecido (en el mismo año 1492 ya se hizo un globo terráqueo). Es más: no sólo todo el mundo (o por lo menos todo el mundo ilustrado) sabía perfectamente que la Tierra era esférica, sino que los geógrafos tenían una idea aproximada de sus dimensiones. Y eso, desde hacía dieciséis siglos, ni más ni menos: ya Aristóteles había establecido la redondez de la Tierra y 230 años a. de C. Eratóstenes de Cirene había calculado su circunferencia en unos cuarenta mil kilómetros (cifra muy aproximada a la verdadera). Por otra parte, el sistema astronómico de Tolomeo (siglo II), que reinó omnipotentemente hasta el siglo XVI, daba por supuesta esa redondez; Tolomeo mismo estimó la circunferencia terrestre en 30.000 km (cifra ligeramente menor a la verdadera).

Hasta tal punto se confiaba en la redondez de la Tierra, que en el año 1487 el rey Juan II de Portugal —y de acuerdo con una comisión de expertos— autorizó a dos navegantes, Fernando Dulmo y Joáo Estreito, para que navegaran hacia el oeste intentando descubrir la isla de la Antilla. Aunque la expedición de Dulmo y Estreito jamás regresó, sobre la redondez de la Tierra todo el mundo estaba de acuerdo: el punto de conflicto entre Colón y los “sabios de la época” era muy otro.

Colón basaba su idea en una estimación completamente falsa —o por lo menos totalmente especulativa— sobre la distancia a cubrir entre Europa y las Indias navegando hacia el oeste: el Gran Almirante sostenía que se trataba, a lo sumo, de 4.300 kilómetros, y los geógrafos le contestaban que esa cifra era un disparate, en lo cual estaban mucho más cerca de la verdad que Colón: la verdadera distancia es de diecinueve mil quinientos kilómetros.

En realidad, Colón había llegado a esa cifra (4.300 km) por métodos un tanto tortuosos. Por empezar, había un viejo argumento teológico: la cartografía medieval aceptaba sin mayores discusiones una afirmación del profeta Esdras: “El secó seis partes de la Tierra”, y en consecuencia, entre los ultraortodoxos era un axioma que la Tierra estaba compuesta por seis partes de tierra firme y sólo una séptima parte de agua, de donde los océanos no podían ser tan grandes y las distancias marítimas tampoco.

Por otra parte, es verdad que las estimaciones de la circunferencia de la Tierra variaban entre las del Atlas Catalán de 1375 —treinta y dos mil kilómetros— y las de Fra Mauro (1459), treinta y ocho mil kilómetros, en todos los casos menores que el tamaí~o real. También variaban las estimaciones de la extenSión del Asia hacia el este, medida desde Portugal:

desde un mínimo cte 116 grados (según Tolomeo) hasta 225 grados según otros cartógrafos (la verdadera es 131 grados). Obviamente, cuanto más se extendiera el Asia hacia el este, más cerca estaría por el oeste.

Ahora bien: es posible que durante sus viajes anteriores Colón hubiera oído hablar de las tierras encontradas al oeste por los vikingos, pero lo cierto es que acomodó los juegos de cifras para que se ajustaran a lo que más le convenía. Usó un mapa dibujado por el cosmólogo florentino Toscanelli y basado en afirmaciones un tanto arbitrarias de Marco Polo según las cuales Japón estaba a dos mil quinientos kilómetros de la costa de China, modificó los cálculos de Tolomeo hasta obtener una estimación de 4.780 kilómetros para la distancia marítima entre Europa y Asia.

Pero no conforme con esto, Colón, para decirlo suavemente, “afinó el lápiz” y tomando cálculos y mapas de Alfrageno, científico musulmán del siglo IX, logró autoconvencerse de que Japón se encontraba sólo a 4.300 kilómetros al oeste de las Islas Canarias, cifra completamente ridícula, porque según ella Japón estaba ubicado más o menos donde está Cuba. Esto era forzar demasiado la geografía de la época, y no es de sorprender que los cosmógrafos consultados por los reyes de Portugal y Castilla consideraran irrazonable la empresa. Naturalmente, ellos no podían adivinar que en el medio se iba a interponer la elegante figura de América. Pero tampoco lo adivinó Colón que, además, cuando la tuvo delante, fue incapaz de dar-se cuenta de que estaba en un nuevo continente y no en el Japón, como sostuvo hasta el final de su vida.

Así, pues, Colón no fue un visionario sino solamente un mal geógrafo —y buen navegante— al que ayudó la suerte. Basándose en un conjunto de datos falsos —y manipulados— llegó a un lugar que no era el que buscaba y ni siquiera fue capaz de darse cuenta.

Incidentalmente digamos que en una cosa sí acertó: tras desembarcar, el mismo 12 de octubre, escribía en su diario sobre los indios que lo recibieron amablemente: “Ellos son buenos servidores” y dos días después, el 14: “Siete que yo hice tomar para les llevar y aprender nuestra lengua y volverlos, salvo que vuestras Majestades dispongan todos llevar a Castilla o tenerlos en la misma isla cautivos, porque con 50 hombres los tendrá dos sojuzgados y les hará hacer todo lo que quisiese”. Era un perfecto anuncio de lo que iba a pasar.

Leonardo Moledo

En el libro Curiosidades de la ciencia

El metro y la revolución francesa

En 1989 Francia celebró con bombos y platillos el segundo aniversario de la Toma de la Bastilla, que se ha constituido en el símbolo convencional que marca el inicio de la Revolución Francesa. Ya había empezado en realidad desde el 5 de Mayo de 1789 cuando estaban reunidos en Versalles los Estados Generales , que el día de la inauguración se separaron al giro de Viva el Rey!. Los distintos Estados se mandaron embajadores: el Estado Llano invitó a los dos restantes (el Clero y la Nobleza) a unirse con él. Algunos diputados sueltos de los Estados privilegiados respondieron; con ellos, el 17 de junio, el Estado Llano se proclamó Asamblea Nacional, y decidió que el día en que se disolviera cesaría en toda Francia la percepción de impuestos que no hubieran sido votados por ella. Los diputados retomaban el viejo principio: “No hay impuesto sin representación”. Era una medida audaz, que marcaba el ritmo de los tiempos en curso.

El 23 de junio Luis XV1 quiso cerrar la Asamblea: el Estado Llano resistió, el rey terminó por ceder y dispuso la reunión de los tres órdenes. Pero el 11 de julio, un nuevo tour deforce en la Corte impuso al partido de la Reina y destituyó al ministro de Hacienda, Necker. Un día más tarde la noticia llegó a París. El pueblo temía un golpe de Estado y la ciudad se llenó de rumores. El pan escaseaba. En los jardines del Palais Royal. Camille Desmoulins se trepó a una silla y anticipándose a La Marsellesa, gritó: ¡a las armas! El 13 de julio el pueblo saqueó las armerías, trató de forzar los arsenales, sacó del Palacio de los Inválidos veintiocho mil fusiles y cinco cañones y, habiéndose enterado de que los depósitos de pólvora habían sido trasladados a la Bastilla, empezó a concentrarse a su alrededor. El 14 de julio comenzaba.

Mientras la Revolución empezaba a desplegar su violenta y temible dinámica, se retomaba un viejo sueño de la Academia Francesa de Ciencias: basar los sistemas de medida en un standard permanente. En 1790, la Asamblea Constituyente aprobó la propuesta de Talleyrand de que se estudiara un sistema de nuevas unidades de pesas y medidas que sirviera para todas las naciones. Muy francesamente, se decidió adoptar como unidad de longitud una diez millonésima de la distancia entre el Polo Norte y el Ecuador, calculada sobre el meridiano que cruza París: el metro. Dos ingenieros, Jean Delambre y Pierre Méchain, se esforzaron por medir rigurosamente la distancia entre Dunkerque y Barcelona, a partir de la cual la Academia podría calcular lo demás. Los avatares de la Revolución destruían el antiguo orden: la Asamblea Constituyente dio paso a la Legislativa, y ésta a la Convención; Francia se transformaba en República. Luis XVI y María Antonieta subieron al cadalso.

La tarea de Delambre y Méchain fue larga y penosa: llevó seis años. Cayó Danton; luego Robespierre (27 de julio de 1794). El nuevo orden necesitaba una nueva manera de medir el mundo. Por ley del 7 de abril de 1795 (18 Germinal del año III), la República adoptó el sistema métrico decimal; el metro sería la nueva vara de medir: libertad, igualdad, fraternidad. El Directorio, y más tarde el Consulado, prepararon el camino del Imperio. Se fabricó una barra de platino e iridio, que fue depositada en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas de Sévres, cerca de París. Sobre la barra, se grabaron dos finísimas marcas: la distancia entre esas dos marcas definía el metro. Este metro patrón sobrevivió a la República, al Imperio y a la Restauración. En verdad, reinó indiscutido durante casi doscientos años.

En 1983, en la Conferencia Internacional de Pesas y Medidas, en París, el metro patrón fue derrocado y redefinido como !‘la distancia recorrida por la luz en el vacío durante 1/299.792.458 de segundo”. Así, la unidad de longitud queda subordinada a la unidad de tiempo, bajo la férrea vigilancia de una de las constantes universales: la velocidad de la luz en el vacío, que según la teoría de la relatividad de Einstein es la misma, medida desde donde se mida, desde cualquier sistema de referencia posible en el universo.

Dista de ser una curiosidad. El deseo de universalidad de quienes quisieron basar el sistema de medidas en las dimensiones de la Tierra, el metro de la República Francesa —Una e Indivisible— calculado en función del meridiano de París, cedió al anhelo cósmico de una época que considera haber descifrado una de las claves maestras de la naturaleza, y a la que el standard del siglo XVIII le parece poco: el metro debe ser definido en función de algo verdaderamente universal como la velocidad de la luz en el vacío. El propio Napoleón había dicho: “Las conquistas serán olvidadas, pero el sistema métrico pasará a los siglos venideros.”

El 14 de julio de 1789, el rey de Francia se dedicó a la caza durante todo el día; luego, fatigado, se fue a acostar. El 15 por la mañana el duque de Liancourt lo despertó y le relató los acontecimientos de París. Es una revuelta?”, preguntó Luis XVI. “No, Majestad”, contestó el duque, “es una revolución”.

Leonardo Moledo

En el libro Curiosidades de la ciencia

Los números perfectos

¿A quién no le gustaría tener en su casa un número perfecto?

Los números perfectos impresionaron mucho a los matemáticos de la Antigüedad, muy acostumbrados a jugar con los números. Los griegos y los judíos (antiguos naturalmente) usaban letras para escribir las cifras, con lo cual cada número se podía asociar con una palabra y permitía sacar conclusiones esotéricas que harían palidecer a cualquier adicto a la quiniela. Por ejemplo’ el número 666 asociado con “la bestia” en el Apocalipsis porque la manera de estar escrito alude al emperador Nerón, que para los primeros cristianos era (y con razón) poco menos que un monstruo. Sin embargo, 666 no es un número perfecto.


En cambio, el pálido 6 sí lo es. Un “número perfecto” es aquel que coincide con la suma de todos sus divisores, exceptuado él mismo. Y el 6 cumple con el requisito: sus divisores son 1, 2 y 3, y 1+2+3 es exactamente igual a 6. Los comentaristas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento no dejaron de asombrarse de que el número de días que a Dios le tomó crear el mundo (descartando el séptimo día de descanso) fuera, precisamente un número perfecto. Esta coincidencia no quedó simplemente en perplejidad sino que llegó a usarse como argumento teológico. Según San Agustín no obstante haber podido crear Dios el mundo en forma instantánea, prefirió emplear seis días porque “la perfección del número 6 significa la perfección del

Y si se tiene en cuenta que el siguiente número perfecto es el 28 (suma de 1+2+4+7+14), más o menos el tiempo que toma el ciclo de la Luna, es de suponer que durante mucho tiempo los calculistas se lanzaran a la caza de números perfectos. Pero los números perfectos son difíciles de cazar. Y son pocos. Después del pequeño 6 y el vigoroso 28, el número perfecto siguiente (el tercero) es 496,el cuarto es 8.128 y el quinto... ¡33.550.336!

El sexto ya anda por los ocho mil millones. El octavo ya es un número de diecinueve cifras. Hoy se conocen veinticuatro “números perfectos”, de longitudes verdaderamente inverosímiles: el vigésimo cuarto número perfecto tiene más de doce mil cifras. Naturalmente, estos números se manejan e investigan mediante computadoras.

Y hay misterios, misterios sin resolver. Por empezar, no se sabe si existe algún número perfecto impar. Tampoco se sabe si existen infinitos números perfectos. Nadie debería extrañarse si mañana mismo alguien anuncia haber descubierto el vigésimo quinto número perfecto: no lo intente el lector, ya que es una tarea ingrata. Y vale lo dicho en 1811 por el descubridor del noveno número perfecto (demasiado largo para escribirlo aquí, ya que tiene treinta y siete cifras). “Los números perfectos son meras curiosidades sin utilidad alguna”.

Leonardo Moledo

En el libro Curiosidades de la ciencia

El enigma de pigafeta

En verdad, uno piensa que el jet-lag —esa diferencia horaria que los ejecutivos y los funcionarios que se la pasan viajando sufren en tuerpo propio— es un fenómeno moderno, y la verdad es que lo es. Pe­ro sin embargo fue descubierto —y experimentado— hace nada menos que cuatrocientos y pico de años.


Hubo un caso de jet-lag en pleno Renacimiento, Y esperen que les cuente porque la historia vale la pena: fue cuando regresó la expedición de Magallanes y se llevaron la sorpresa de su vida al ver que les faltaba un día. Y es así: el ocho de septiembre de 1522, en el puerto de Sevilla, desembarcaron los dieciocho sobrevivientes de la expedición que al mando de Magallanes —muerto durante el viaje— había partido tres años antes (el 10 de agosto de 1519) con cinco naves y 250 tripulantes.

Y esos dieciocho sobrevivientes habían dado la vuelta al mundo. Fue una hazaña monumental, que despierta admiración no sólo por su magnitud, sinO porque se hizo sin la habitual violencia que los “descubridores” solían ejercer sobre los pueblos “descubiertos” y más débiles.

Ahora bien: entre los dieciocho sobrevivientes estaba Antonio Pigafetta, cronista de la expedición1 que había llevado un cuidadoso diario consignando los pormenores del viaje. Y hete aquí que al desembarcar se encontró con que las fechas de su diario y la de España, increíblemente, no coincidían: el día que en España era 8 de septiembre 8 sábado, en su diario era 7 de septiembre viernes. Pigafetta creyó que se trataba de un error y revisó una y otra vez el diario sin encontrar falla alguna. Al final, tuvo que rendirse a la evidencia: durante el viaje, un día ente­ro se había esfumado como por arte de magia. La noticia causo sensación en toda Europa: un día entero desaparecido! ¿Adónde se había ido? ¿Cómo podía desaparecer un día? ¿Cómo podían imaginar se que se estaban enfrentando —por primera vez— con el jet-lag?

Finalmente, fueron los astrónomos de la corte papal quienes aclararon el fenómeno: explicaron que si se viaja alrededor de la Tierra hacia el oeste se pierde forzosamente un día, del mismo modo que si se cir­cunnavegara la Tierra hacia el este se ganaría un día.

Y la razón es ésta: cada “día” se debe a una rotación de nuestro planeta; si uno se mueve alrededor de la Tierra en el sentido de la rotación dará una vuelta más, silo hace al revés (como en el caso de Pigafetta) dará una vuelta menos. Del mismo modo que si arriba de una calesita uno camina en el senti­do de la rotación, y da una vuelta completa, verá pasar el palo de la sortija una vez más que quienes se quedaron quietos; y si uno camina en sentido contrario, dando una vuelta completa, verá pasar el palo de la sortija una vez menos.

Naturalmente, nadie pudo darse cuenta durante el viaje porque iban atrasándose unos pocos segundos por día. Por eso el jet-lag no se notó físicamente y se acumuló como una sorpresa mayúscula al volver.

Lo interesante es que no importa la velocidad a la que se haga el viaje, ni lo que se tarde en hacerlo, ni el recorrido que se siga: siempre, al circunnavegar la Tierra, se perderá (o se ganará) un día: uno puede hacer el trayecto que quiera, ya sea una complicada poligonal en zigzag o ir derecho, puede hacerlo en una semana, en tres años o en diez siglos, pero siempre perderá (o ganará) un día y nunca más que un día al volver al punto de partida. Julio Verne se aprovechó de este fenómeno en La vuelta al mundo en ochenta días, y Saint-Exupéry de alguna manera lo usa en El principito cuando éste relata de qué manera en su pequeño planeta podía ver cuantas puestas de sol se le ocurriera. Uno podría decir, pues, que el jet­lag es un concepto típicamente renacentista. Aunque esto sea forzar un poco las cosas, es agradable remontar hasta el Renacimiento un fenómeno tan moderno.


Leonardo Moledo

En el libro Curiosidades de la ciencia

Un simple papel doblado

En verdad uno piensa que el jet-lag (esa diferencia horaria de los ejecutivos que viajan volando y sufren en su cuerpo propio) es un fenómeno moderno, y la verdad es que lo es. Pero sin embargo fue descubrieron hace nada menos que unos cuatrocientos años y pico, Hubo un caso de jet-lag en pleno Renacimiento y esperen que les cuente porque la historia vale la pena: fue cuando regresó la expedición de Magallanes , y se llevaron la sorpresa de su vida al ver que les faltaba un día.


Y es así: el espesor de un papel común es más o menos un décimo de milímetro. Si uno lo dobla en dos, el grosor se duplica, y se volverá a duplicar cada vez que lo doblemos. Es difícil imaginarse con qué pasmosa velocidad aumentaría el espesor de papel silo siguiéramos doblando y doblando: cor sólo 20 dobleces llegaría a tener cincuenta metros. Pero eso no es nada: con 28 dobleces superaría los 8800 metros de altura del monte Everest y con 38 dobleces los doce mil kilómetros que mide el diámetro de la Tierra. Y eso tampoco es nada: si seguimos doblando e] papel, después de 43 dobleces el espesor superaría los 380 mil kilómetros que nos separan de la Luna, y después de 52 dobleces, los ciento cincuenta millones de kilómetros que nos separan del Sol.

Pero aun así, no estamos más que al principio: después de haberlo doblado 58 veces, el espesor del papel será superior al ancho del sistema solar (que es aproximadamente doce mil millones de kilómetros) y con 70 dobleces llegaría más allá de Alfa Centauro, que es la estrella más cercana a la Tierra y que se encuentra a 4 años luz (un año luz, la distancia que la luz recorre en un año, equivale a diez millo­nes de millones de kilómetros). Con 86 dobleces el papel sería más ancho que nuestra galaxia y con 90 dobleces alcanzaría Andrómeda, la galaxia más cer­cana a la Tierra y que se encuentra a dos millones de años luz. Con 100 dobleces, se encontraría a mitad de camino de los objetos más lejanos observados en el universo, a diez mil millones de años luz, y con un doblez más, sería más ancho que todo el universo conocido.

Estos sorprendentes resultados se deben al rápido crecimiento de las progresiones geométricas (1, 2, 4, 8, 16, 32, etc.), que aumentan a una velocidad pas­mosa y anti intuitiva: hay una leyenda que vincula este fenómeno al origen del ajedrez. Según esta leyenda, cuando Sissa, el inventor hindú del gran juego, se lo presentó al rey y éste le preguntó qué quería como recompensa, Sissa pidió “algo muy simple: un grano de trigo en la primera casilla, dos en la segunda, cuatro en la tercera, ocho en la cuarta y así siguiendo hasta completar el tablero”. El rey se asombró por la modestia de Sissa, accedió inmediatamente, ordenó que trajeran un poco de trigo y se empezara a llenar las casillas.

Podemos (o tal vez no podemos) imaginarnos la sorpresa del rey cuando comprobó que los granos se consumían con pasmosa rapidez y que todo el trigo del reino era insuficiente para satisfacer el pedido de Sissa. El rey había aprendido, al mismo tiempo que el ajedrez, el fantástico crecimiento de una progresión geométrica: los granos pedidos por Sissa crecen con la misma rapidez que el espesor del papel do­blado del que hablábamos al principio.

Puede ser que a usted le parezca inverosímil, pero con un poco de paciencia puede convencerse: si no quiere arriesgarse a doblar noventa veces un papel y salirse de la galaxia, puede probar la “variante Sissa”. Consiga (o dibuje) un tablero de ajedrez (64 casillas) y reemplace los granos de trigo (difíciles de conseguir en nuestra cultura urbana) por granos de arroz, que para el caso es lo mismo. Verá que empezando con un grano en la primera y duplicando la cantidad de granos en cada casilla es insuficiente todo el arroz existente en el mundo para llenar el tablero. Y comprobará, de paso, que el arroz, para las progresiones geométricas, es mejor que el trigo; cuando le resulte imposible seguir (o simplemente cuando se canse o se aburra), puede usar el arroz para cocinarse una paella.

Leonardo Moledo

En el libro Curiosidades de la ciencia

Rasputin y la aspirina

Uno de los personajes más curiosos (y siniestros) de principios del siglo XX fue el monje Gregorio Efimovich Rasputín, todopoderoso en la corte del zar Nicolás II. Entre los factores de ese poder pesó, y mucho, la milagrosa mejoría del hijo del zar, el zarevich, que padecía de hemofilia, cuando Rasputín convenció al zar de que abandonara todo tratamiento médico y lo confiara a sus exclusivos cuidados (que consistían en conjuros y oraciones). En 1916, hartos de él, del rumbo errático que imprimía a la política rusa y de su germanofilia en plena Primera Guerra Mundial, un grupo de nobles lo asesinó mediante una eficaz combinación de balas y arsénico.



La mágica curación del zarevich, sin embargo, tiene su explicación. Los médicos estaban tratando a su magno paciente con una droga novísima. Esa droga, Según se sabe ahora, retarda indirectamente la coagulación de la sangre, y por lo tanto es contraindicada para los hemofílicos: no tiene nada de milagroso que el zarevich mejorara en cuanto dejó de tomarla.

A pesar de todo (y de Rasputín), la droga en cuestión más siguió una carrera ascendente y se hizo más popular que los cantares, los reyes y los políticos hasta el punto que hoy en día es el medicamento más utilizado (y probablemente el más barato) del mundo. Todos la conocen, y no tiene sentido seguir ocultando su nombre: ni más ni menos que “aspirina”, con el cual fue lanzada por un laboratorio alemán el 10 de febrero de 1899. En los posmodernos ‘GO, el mundo consume la increíble cifra de cien mil millones de comprimidos por año.

Y sin embargo, la aspirina es un medicamento muy antiguo. Desde el siglo I, se utilizaban ya las virtudes terapéuticas de la corteza, hojas y savia del sauce (que la contiene) para calmar fiebres y dolores, pero sólo en el siglo XIX se logró extraer y sintetizar el principio activo de los mejunjes tradiciona­les: primero la salicilina, luego el ácido salicílico, moléculas cíclicas y relativamente sencillas que presentaban, no obstante, serios problemas de intolerancia. En 1853, el joven químico Gerhardt logró la acetilación del ácido salicílico y obtuvo el ácido acetisalicílico: la aspirina adquiría su forma actual y de­finitiva. El descubrimiento de Gerhardt, sin embargo, pasó desapercibido desde el punto de vista farmacéutico hasta que Félix Hoffmann (1867-1946) perfeccionó un método de acetilación a escala industrial, cuando el siglo XIX daba sus últimas boqueadas.

Probablemente, lo más notable de la historia de la aspirina es que, pese a su empleo masivo, hasta hace muy poco se ignoró (y todavía se ignora en parte) cuáles son sus mecanismos de acción. Recién en 1971 John Vane propuso una explicación satisfactoria al demostrar que la aspirina inhibe la síntesis de prostaglandinas, sustancias que acompañan y motorizan las inflamaciones. De paso, como las prostaglandimis bajan el umbral de los receptores del dolor, éste disminuye. Debido a esos trabajos, Vane recibió en 1982 el Premio Nobel de Medicina. Pero con Premio Nobel y todo, el problema de la acción de la aspirina contra el dolor (salvo en el caso del dolor que acom­paña a las inflamaciones) sigue abierto.

Ahora: aparte de estas acciones (contra las inflamaciones y el dolor), el simpático y vivaz ácido ace­tilsalicílico tiene muchas otras habilidades. No todas. recomendables por cierto: en el caso del síndrome de Reyes, de muy rara incidencia, que sólo ataca a los niños menores de un año y a los adolescentes, que se manifiesta por severos trastornos neurológicos y hepáticos, la aspirina puede agravar seriamente la situación, e incluso ser fatal (algunos países prohibieron la aspirina en ciertos medicamentos pediátricos). También actúa retardando el proceso de coagulación de la sangre, lo cual la contraindica para los hemofílicos, como ilustra admirablemente el episodio de Rasputín. Pero en este caso equilibra los tantos: al retardar la coagulación sanguínea, ayuda disminuir el peligro de obstrucciones en las venas arterias y, por lo tanto, de embolias e infartos. El espectro no termina allí: la aspirina actúa sobre tu cantidad enorme de afecciones, desde los resfríos hasta los reumatismos inflamatorios, la artrosis, migrañas, ciáticas, lumbagos, y la moderna investigación médica está echando el ojo a su aplicación’ en casos de cataratas y diabetes. No es poco, por cierto. “El álamo crece, el sauce llora”, suele decirse, manera harto despectiva. Es muy injusto porque el sauce encierra el germen del ácido acetilsalicílico como lo muestra con su misma actitud. Al fin y’ cabo todo el mundo sabe que, muchas veces, el llamado alivia el dolor.

Leonardo Moledo

En el libro Curiosidades de la ciencia

La biblioteca de Alejandría y el fuego

La calurosa costumbre de quemar libros no es de la era moderna. La Biblioteca de Alejandría que fue la más grande de la antigüedad terminó su larga vida al ser incendiada por el califa Omar en el año 634, que lo hizo basándose en un curioso argumento: “Los libros de la Biblioteca o bien contradicen al Corán, y entonces son peligrosos, o bien coinciden con el Corán, y entonces son redundantes”. Este razonamiento notable, que fue objeto de un exquisito comentario del filósofo argentino Tomás Simpson, costó a la memoria humana una buena cantidad de obras irrecuperables, pero no tantas como se cree si es que eso sirve de consuelo. En realidad, cuando el califa Omar tomó su drástica medida, la Biblioteca era sólo la sombra de lo que había sido alguna vez, y de ella quedaba muy poco, perdido en sucesivos desastres.

La Biblioteca formaba parte de una institución llamada el Museo: una y otra fueron fundadas por Ptolomeo Soter, rey de Egipto (305 a 285 a. de C.). Este buen Ptolomeo era uno de los generales que tras la muerte de Alejandro Magno (323 a. de C.) se apoderaron de los trozos de su vasto imperio. En la repar­tija, a Ptolomeo le tocó Egipto: la dinastía fundada por él duró hasta el año 30 a. de C., cuando Cleopatra gestionó su automuerte mediante los eficientes (aunque no necesariamente privados) servicios de un áspid.


En la acepción clásica, la palabra “museo” significaba “un lugar donde se adora a las musas”, es de­cir, donde se cultivan las artes y las ciencias. El Museo de Alejandría —y por ende la Biblioteca—, estaba ubicado en el barrio alejandrino llamado pri­meramente “de los Palacios”, y más tarde “Brucheion”; podemos conjeturar que se trataba de una especie de barrio residencial de dimensiones colosales; según algunos testimonios ocupaba entre un cuarto y un tercio del cuerpo principal de la ciudad. Museo y Biblioteca se contaban entre las instituciones más prestigiosas del mundo antiguo: el bibliotecario y director del Museo era nombrado por el rey de Egipto en persona (más tarde por el emperador romano).


Del funcionamiento del Museo se sabe poco:


¿como una academia? ¿como una universidad? ¿Era una copia del Liceo que regenteara Aristóteles en Atenas poco antes? ¿Había alumnos internos que sobrevivían mediante el equivalente helenístico de las modernas becas? Misterio. Eso sí, gozaba de pleno apoyo estatal: los libros se traían de todas las partes del mundo civilizado de entonces, y los reyes de Egipto no reparaban en gastos para conseguir más y más libros: se pedían prestados, se copiaban y luego se devolvían... o no. La Biblioteca de Alejandría, adonde acudían eruditos de los cuatro puntos cardinales, llegó a ser una formidable concentración de material escrito. ¿Pero qué significa eso en términos modernos y en números? O sea: ¿cuántos libros había en la Biblioteca?


Es difícil saberlo. Las estimaciones dependen del testimonio de Juan Tzetzes, monje bizantino que vivió en el siglo XIII, pero que probablemente obtuvo sus datos de fuentes más antiguas: según Tzetzes, la “bilioteca externa o “pequeña biblioteca”, tenía 42.800 rollos de papiro y la “biblioteca del palacio”, presumiblemente la principal, la “verdadera” y gloriosa Biblioteca, poseía 490 mil rollos. Ahora bien; un rollo de papiro constaba de un promedio de veinte hojas (que variaban entre 10 y 4,5 cm. de ancho). Calculando la cantidad de información que admite un rollo de esas dimensiones y la longitud de los libros producidos en la época se puede llegar a una cifra aproximada: 490 mil rollos deben ser más o menos 70 mil obras, cifra que si bien puede resultar pequeña en comparación con las bibliotecas de la galaxia Gutenberg, para utilizar terminología con temporánea, justifican que la pérdida de la Bibliote­ca de Alejandría haya sido una de las grandes catás­trofes de la historia de la cultura occidental.


¿Pero cuándo ocurrió? ¿Puede atribuirse toda la culpa a la furia piromaníaca del califa Omar? Según parece, no. El califa Omar incendió una biblioteca que venía de un larguísimo período de decadencia. Ya en el siglo II a. de C. el monarca Ptolomeo Euergates II, un tirano a la vieja usanza (o no tan vieja, quizás), y nació el Museo, echando a la mayoría de los estudiantes. Los testimonios sobre la destrucción de libros, por su parte, son confusos: hubo, según parece, un gran incendio en el año 47 a. de C., pero las fuentes no son confiables, según informa el propio Plutarco. El gran desastre parece haber ocurrido en el año 273, durante los enfrentamientos entre el emperador romano Aureliano y el caudillo rebelde Firmus, que se había atrincherado en Alejandría. Resultado: la Biblioteca sufrió las peores pérdidas de su historia. El historiador Amiano Marcellino y el obispo Epifanio dicen que el barrio entero del Brucheion se transformó en un páramo. No obstante lo cual, algo debió quedar; en el año 391 se produjo un nuevo desastre, cuando las turbas alejandrinas, acicateadas por Teófilo, “un hombre cuyas manos se manchaban alternativamente con oro y con sangre”, desataron un nuevo incendio en el que pereció toda o gran parte de la “pequeña biblioteca”. Mala suerte para el califa Omar: cuando decidió purificar la Biblioteca de Alejandría mediante el fuego, en ella quedaba poco y nada.


Leonardo Moledo



En el libro Curiosidades de la ciencia