miércoles, 14 de octubre de 2009

Gauss

Johann Carl Friedrich Gauss (30 de abril de 177723 de febrero de 1855, s. XIX), fue un matemático, astrónomo y físico alemán que contribuyó significativamente en muchos campos, incluida la teoría de números, el análisis matemático, la geometría diferencial, la geodesia, el magnetismo y la óptica. Considerado "el príncipe de las matemáticas" y "el matemático más grande desde la antigüedad", Gauss ha tenido una influencia notable en muchos campos de la matemática y de la ciencia, y es considerado uno de los matemáticos que más influencia ha tenido en la historia. Fue de los primeros en extender el concepto de divisibilidad a otros conjuntos.
Gauss fue un niño prodigio de quien existen muchas anécdotas acerca de su asombrosa precocidad siendo apenas un infante, e hizo sus primeros grandes descubrimientos mientras era apenas un adolescente. Completó su magnum opus, Disquisitiones Arithmeticae a los veintiún años (1798), aunque no sería publicado hasta 1801. Un trabajo que fue fundamental para que la teoría de los números se consolidara y ha moldeado esta área hasta los días presentes.

Arquímedes

(Siracusa, actual Italia, h. 287 a.C.-id., 212 a.C.) Matemático griego. Hijo de un astrónomo, quien probablemente le introdujo en las matemáticas, Arquímedes estudió en Alejandría, donde tuvo como maestro a Conón de Samos y entró en contacto con Eratóstenes; a este último dedicó Arquímedes su Método, en el que expuso su genial aplicación de la mecánica a la geometría, en la que «pesaba» imaginariamente áreas y volúmenes desconocidos para determinar su valor. Regresó luego a Siracusa, donde se dedicó de lleno al trabajo científico.

Arquímedes
De la biografía de Arquímedes, gran matemático e ingeniero, a quien Plutarco atribuyó una «inteligencia sobrehumana», sólo se conocen una serie de anécdotas. La más divulgada la relata Vitruvio y se refiere al método que utilizó para comprobar si existió fraude en la confección de una corona de oro encargada por Hierón II, tirano de Siracusa y protector de Arquímedes, quizás incluso pariente suyo. Hallándose en un establecimiento de baños, advirtió que el agua desbordaba de la bañera a medida que se iba introduciendo en ella; esta observación le inspiró la idea que le permitió resolver la cuestión que le planteó el tirano. Se cuenta que, impulsado por la alegría, corrió desnudo por las calles de Siracusa hacia su casa gritando «Eureka! Eureka!», es decir, «¡Lo encontré! ¡Lo encontré!».

La idea de Arquímedes está reflejada en una de las proposiciones iniciales de su obra Sobre los cuerpos flotantes, pionera de la hidrostática; corresponde al famoso principio que lleva su nombre y, como allí se explica, haciendo uso de él es posible calcular la ley de una aleación, lo cual le permitió descubrir que el orfebre había cometido fraude.
Según otra anécdota famosa, recogida por Plutarco, entre otros, Arquímedes aseguró al tirano que, si le daban un punto de apoyo, conseguiría mover la Tierra; se cree que, exhortado por el rey a que pusiera en práctica su aseveración, logró sin esfuerzo aparente, mediante un complicado sistema de poleas, poner en movimiento un navío de tres mástiles con su carga.
Son célebres los ingenios bélicos cuya paternidad le atribuye la tradición y que, según se dice, permitieron a Siracusa resistir tres años el asedio romano, antes de caer en manos de las tropas de Marcelo; también se cuenta que, contraviniendo órdenes expresas del general romano, un soldado mató a Arquímedes por resistirse éste a abandonar la resolución de un problema matemático en el que estaba inmerso, escena perpetuada en un mosaico hallado en Herculano.
Esta pasión de Arquímedes por la erudición, que le causó la muerte, fue también la que, en vida, se dice que hizo que hasta se olvidara de comer y que soliera entretenerse trazando dibujos geométricos en las cenizas del hogar o incluso, al ungirse, en los aceites que cubrían su piel. Esta imagen contrasta con la del inventor de máquinas de guerra del que hablan Polibio y Tito Livio; pero, como señala Plutarco, su interés por esa maquinaria estribó únicamente en el hecho de que planteó su diseño como mero entretenimiento intelectual.
El esfuerzo de Arquímedes por convertir la estática en un cuerpo doctrinal riguroso es comparable al realizado por Euclides con el mismo propósito respecto a la geometría; esfuerzo que se refleja de modo especial en dos de sus libros: en los Equilibrios planos fundamentó la ley de la palanca, deduciéndola a partir de un número reducido de postulados, y determinó el centro de gravedad de paralelogramos, triángulos, trapecios, y el de un segmento de parábola. En la obra Sobre la esfera y el cilindro utilizó el método denominado de exhaustión, precedente del cálculo integral, para determinar la superficie de una esfera y para establecer la relación entre una esfera y el cilindro circunscrito en ella. Este último resultado pasó por ser su teorema favorito, que por expreso deseo suyo se grabó sobre su tumba, hecho gracias al cual Cicerón pudo recuperar la figura de Arquímedes cuando ésta había sido ya olvidada.

La cosmología moderna

La cosmología, que era una ciencia especulativa, se convirtió en ciencia empírica gracias a dos importantes acontecimientos científicos. El primero fue, a nivel teórico, la creación de la teoría de la relatividad general de Einstein, una teoría general del espacio, el tiempo y la materia, que aportó una nueva estructura conceptual a nuestra idea del universo como un todo. Y el segundo acontecimiento que proporcionó a la cosmología su forma moderna fue la aparición de nuevos y potentes instrumentos astronómicos: los grandes telescopios de reflexión y los radiotelescopios. La teoría de Einstein no exige una cosmología específica o una estructura concreta del universo. Aporta el andamiaje, no los detalles. Para decidir la estructura concreta de todo el universo, en el espacio y en el tiempo, hacen falta, como siempre, muchas más observaciones y más ricas en detalles.

En las primeras décadas del siglo, cuando los astrónomos sondearon más profundamente en el espacio, siguieron observando una jerarquía de estructuras cada vez mayores: de las estrellas a las galaxias y a los cúmulos de galaxias, todo expandiéndose con el universo. Pero, en las últimas décadas con el uso de nuevos y más poderosos instrumentos de observación como son los distintos satélites que orbitan la Tierra y el telescopio espacial Hubble, los astrónomos han explorado ya la estructura global del universo mismo, y han descubierto que esta estructura jerárquica de grumos cada vez mayores se interrumpe. A las enormes escalas de distancia de miles de millones de años luz empieza a verse un universo liso. Esta lisura parece ser la textura global del cosmos, no sólo una propiedad local de nuestra región del espacio. Contemplamos por primera vez características espaciales del universo entero. El estudio de ese espacio homogéneo y liso a gran escala, su desarrollo en el tiempo y cómo influye en la materia que contiene, es el campo científico propio del cosmólogo contemporáneo.


Examinemos ahora esos dos aspectos principales de la cosmología (el teórico y el observacional) más detalladamente, empezando por la teoría moderna del espacio y el tiempo.

Hagamos abstracción, por un instante, de lo cotidiano de nuestro entorno constituido por un espacio físico concreto e intentemos imaginar el espacio tridimensional puro y vacío. Imaginémonos que nos encontramos en un cohete espacial, detenidos en el espacio profundo, y antes de poner en marcha el motor del cohete dejamos flotando un faro en el espacio para orientar nuestro emplazamiento. Dicho faro, como debe ser obvio, emite un rayo de luz, que seguimos fielmente, sin volver nunca hacia atrás. Al cabo de un tiempo vemos que el mismo rayo aparece delante de nosotros. Es como si hubiésemos viajado en círculo. Probamos luego en una dirección distinta, pero sucede lo mismo. Es evidente que este espacio no es un espacio ordinario en el que si partimos en línea recta nunca volvemos al punto de partida. Pues bien, éste es un ejemplo de espacio no euclidiano y, aunque resulte extraño, es matemáticamente posible.

La primera descripción matemática completa de los espacios curvos fue realizada por el matemático alemán del siglo XIX, Bernhard Riemann. Normalmente, consideramos plano el espacio físico vacío, de forma que si utilizásemos rayos lumínicos para formar los lados de triángulos, cubos y otras figuras geométricas, obedecerían a los teoremas de la geometría euclidiana. Si despegásemos en un cohete en línea recta y siguiéramos esa línea recta, no volveríamos nunca al punto de partida. Pero los trabajos de Riemann generalizaron una noción de espacio que incluyese también la posibilidad de una geometría no euclidiana, de un espacio no plano sino curvo. Seria como generalizar espacios bidimensionales para que no sólo incluyesen el espacio plano de una hoja de papel sino también superficies curvas como la de una pera. Riemann demostró que podía describirse exactamente la curvatura geométrica del espacio no euclidiano con una herramienta matemática denominada tensor de curvatura. Utilizando rayos lumínicos en un espacio tridimensional y midiendo con ellos ángulos y distancias, podemos determinar, en principio, el tensor de curvatura de Riemann en cada punto de ese espacio.

La obra geométrica de Riemann es de gran belleza y posibilidades, y se soporta sobre firmes bases matemáticas. En ella, se describen espacios curvos arbitrariamente complicados en cualquier número de dimensiones espaciales. Con el legado matemático que nos dejó Riemann, podemos concebir fácilmente la mayoría de los espacios curvos bidimensionales, como la superficie de una esfera o una rosquilla, pero nuestra capacidad para imaginar el espacio curvo tridimensional falla. Sin embargo, los métodos matemáticos de Riemann nos muestran cómo abordar esos espacios: las matemáticas pueden llevarnos por donde no puede hacerlo la imaginación visual.

Ya, a principios del siglo XX, tanto las matemáticas como la geometría aplicada a espacios curvos eran bien comprendidas por los respectivos científicos especialistas. Pero estos avances parecían reducirse al ámbito exclusivamente académico, siendo poco consideradas sus ideas en el mundo físico real hasta que Albert Einstein postuló su teoría de la relatividad general en 1915-1916.

La teoría de la relatividad general surgió de la teoría especial de la relatividad que Einstein elaboró en 1905, y que establecía una nueva cinemática para la física y, a su vez, su avenimiento trajo como consecuencia primaria dos modelos cosmológicos del universo. Uno de ellos, lo proyecta el propio Albert Einstein. Einstein estaba tan convencido de la naturaleza estática del cosmos que, en una actitud muy poco característica de él, no prosiguió las implicaciones que arrojaban sus propias ecuaciones, añadiéndoles un término que se correspondía con una fuerza repulsiva cósmica que actuaba contra la gravedad. El término extra, al que llamó la «constante cosmológica», parecía hacer más manejable el problema de describir el universo. Puesto que la constante estaba directamente relacionada con el tamaño y la masa del universo, el añadido de Einstein implicó una descripción matemática de un cosmos estructurado por un espacio curvo y estático lleno de gas uniforme de materia sin presión; o sea, un universo estático de inspiración aristotélica.

En el mismo año en que Einstein introdujo su término «constante cosmológica», o sea, 1917, el astrónomo holandés Willem de Sitter dio otra solución a las ecuaciones descritas en la relatividad, añadiendo el término de la constante cosmológica pero sin materia: un universo vacío. La solución que daba de Sitter a las ecuaciones de Einstein podía interpretarse como un espacio en expansión similar a la superficie en expansión de un globo de goma. Un cosmos desprovisto de materia podía aparecer absurdo a primera vista, pero en verdad puede considerarse como una aproximación bastante acertada de la realidad. El espacio, después de todo, aparenta estar en su mayor parte vacío.

Había, pues, dos modelos cosmológicos basados en las ecuaciones de Einstein: la cosmología de Einstein, con un espacio estático lleno de materia, y la de de Sitter, un espacio en expansión vacío de materia. Estos modelos inferidos desde la relatividad generaron una opinión corriente en la época en cuanto a que las ecuaciones de Einstein no habían aclarado gran cosa los problemas cosmológicos.

A comienzos de los años '20, Einstein y de Sitter se vieron acompañados en la arena cosmológica por Alexander Friedmann, un versátil científico ruso que se había hecho originalmente un nombre en meteorología y otros campos relacionados y que llegó a ser profesor de matemáticas en la Universidad de Leningrado. Friedmann, halló las soluciones dinámicas a las ecuaciones originales de Einstein (sin constante cosmológica) que hoy creemos que describen correctamente la cosmología. Sus modelos cosmológicos nos llevan a un universo cambiante. Comenzó con las ecuaciones de relatividad general, y se dedicó a descubrir tantas soluciones como fuera posible, sin preocuparse por sus consecuencias para el cosmos real. Friedmann demostró que las ecuaciones permitían una amplia variedad de universos. En particular descubrió que si dejaba a un lado la constante cosmológica, todos los resultados eran universos en expansión llenos de materia. Las soluciones que nos entrega Friedmann son factibles de dividir en dos tipos: aquellas en que el universo se expande eternamente, y aquellas en que la atracción gravitatoria de la materia supera finalmente a la expansión, causando en último término un colapso.

A.Friedmann
El factor que inclina el equilibrio hacia un lado o el otro entre expansión y colapso es la densidad media de la materia que comporta el universo. Si la cantidad media de materia en un volumen dado de espacio es menos que un valor crítico (cuestión no calculada por Friedmann), el universo se expandirá para siempre. En este tipo de universo se concibe un espaciotiempo con una curvatura negativa, análoga a una curvatura cóncava en el espacio ordinario y, además, de características infinitas. Pero en este modelo, el problema de equilibrar exactamente la distribución de la materia en un universo infinito gobernado por la gravedad newtoniana no aparece. La relatividad general señala que la gravedad, como todo lo demás en el universo, se halla limitada por la velocidad de la luz; no puede, como suponía Newton, actuar instantáneamente sobre cualquier distancia. Así, los campos gravitatorios de distancias infinitamente grandes requerirán una cantidad de tiempo infinita para dejar sentir su influencia, en vez de que hasta el último átomo de materia influya inmediatamente sobre todo lo demás en el universo.

Si la densidad media de la masa es mayor que el valor crítico, el universo volverá a colapsarse al final en una densa concentración de materia, de la que puede rebotar para iniciar un nuevo ciclo de expansión y colapso. Este universo es una versión expandida del universo estático original de Einstein. Posee una curvatura positiva -análoga a una curva convexa- y un radio finito, y contiene una cantidad finita de materia.

Entre los límites de estos dos tipos de universo hay uno en el que la densidad media de la materia es igual a la densidad crítica. Este universo tiene curvatura cero, y se dice que el espaciotiempo es plano debido a que en él se aplica la geometría euclidiana habitual para el espacio plano. Un universo plano es infinito y se expande eternamente.

El trabajo de Friedmann se publicó en un conocido y muy leído periódico alemán de física en 1922. Einstein reconoció con renuencia la validez matemática del modelo cosmológico que Friedmann desarrolló; sin embargo, en un principio dudó que tuviese alguna relación con el universo real. Le parecía que estas soluciones no tenían validez física: para producir un universo curvo con las características aparentemente estáticas observadas por los astrónomos se seguía necesitando algo parecido a la constante cosmológica. En todo caso, tanto el modelo de Einstein como el de Friedmann eran pura teoría. Las observaciones no habían contribuido con datos suficientes acerca de la estructura o evolución verdadera del universo.

El debate entre Einstein y Friedmann siempre se centró en términos matemáticos y no astronómicos. Nunca abordaron la cuestión de cómo podía manifestarse el espaciotiempo en expansión en el cosmos. Einstein estaba por aquel entonces empezando a trabajar en otros campos, y Friedmann, satisfecha su curiosidad, se alejó también de la relatividad, considerando eso sí, que ésta era esencial para una educación en física. Los cursos que impartía en la Universidad de Leningrado eran famosos por su originalidad; sus textos incluyen «Experimentos en la hidrodinámica de líquidos comprimidos» y «El mundo como espacio y tiempo» . En 1925, a la edad de treinta y siete años, Friedmann murió de neumonía, que contrajo tras enfriarse terriblemente durante un vuelo meteorológico en globo. Puesto que la comunidad astronómica había prestado poca atención al debate, las soluciones de Friedmann a las ecuaciones de campo casi murieron con él. Hasta que Georges Lemaître, «el padre del Big Bang», no redescubrió por su cuenta estas ecuaciones en 1926 no adquirió la cosmología su estructura moderna. Y la obra de Lemaître fue también ignorada. Tendrían que pasar varios años antes de que los astrónomos captaran las radicales aplicaciones de la relatividad en su trabajo, hasta que Arthur Eddington, prestigioso astrónomo inglés, resaltó su importancia en 1930.

UN UNIVERSO EN EXPANSIÓN
Múltiples soluciones a las teorías de campo de Einstein parecían permitir universos que eran mutuamente distintos: por una parte estáticos, por la otra en expansión, y vacíos o llenos de materia. Pero, sin embargo, ninguna de ellas describía satisfactoriamente el cosmos como aparecía frente a los ojos del hombre: estático y escasamente poblado de astros menores, estrellas y galaxias. Antes de que se pudiera hallar una descripción más consecuente, la física debió sufrir una serie de revoluciones y contrarrevoluciones, las que a su vez, eran insertadas con diferentes conceptos e intuiciones sobre la naturaleza del átomo y de la energía. Ello trajo consigo el avenimiento de un nuevo leguaje -la mecánica cuántica-, cuya extraña gramática conduciría finalmente a los físicos teóricos a poder describir, por primera vez, la Creación en términos puramente científicos. Se llega hasta un momento primigenio: el principio del propio universo.

G.Lemaître
El primero que asume atreverse a describir la Creación en términos no bíblicos, paradojalmente, fue un sacerdote belga, además de físico, el jesuita Georges Lemaître. Éste, en sus trabajos hizo uso intensivo de los antecedentes sobre observaciones del cielo que existían a la fecha. Se sentía especialmente intrigado por las indicaciones de que algunas nebulosas extragalácticas, como eran conocidas entonces las otras galaxias, estaban alejándose de la Vía Láctea a velocidades que rozaban los 1.000 kilómetros por segundo. En su primer ensayo sobre cosmología relativista, publicado en 1925, el cuidadoso análisis matemático de Lemaître reveló una nueva propiedad del modelo de un universo vacío propuesto por Willem de Sitter en 1917. El universo de de Sitter era no estático, lo cual significaba que sus dimensiones cambiaban con el tiempo. Lemaître observó que esta propiedad podía explicar la recesión observada de las nebulosas extragalácticas. Se verían alejadas unas de otra por la expansión del espaciotiempo. Al final, sin embargo, Lemaître rechazó el modelo de de Sitter porque proponía un espacio sin curvatura, lo cual era claramente una violación de los principios de la relatividad general.

En 1926 Lemaître consiguió un gran avance conceptual cuando ponderó de nuevo el comportamiento de las nebulosas extragalácticas. (Por aquel entonces estos objetos ya eran generalmente reconocidos como galaxias por derecho propio.) Al contrario que su esfuerzo inicial dos años antes, el ensayo que publicó entonces no era simplemente especulación; presentaba un modelo matemático del universo que incorporaba el concepto de «galaxias en recesión». La solución de Lemaître a las ecuaciones de campo de Einstein presentaba un universo de masa constante, con un radio que, como él lo expresó, "se incremento sin límite" a una velocidad igual a la de los sistemas estelares que se alejaban.

Los cálculos de Lemaître pueden ser considerados en propiedad, aunque él no lo sabía, como notablemente inferidos desde los publicados por Alexander Friedmann en 1922. Pero, allá donde Friedmann había tratado el tema como un ejercicio teórico, Lemaître conectaba rigurosamente las matemáticas con las observaciones astronómicas a cada paso. El modelo resultante era el primer uso persuasivo de los principios de la relatividad para explicar el universo real. Las galaxias en recesión se estaban alejando realmente, decía Lemaître, arrastradas por el mismo entramado del espaciotiempo a medida que éste se dilataba.

Tal como ya lo señalamos, las implicaciones del trabajo de Lemaître -incluso el trabajo en sí- pasó, como el de Friedmann, como que si no existiera, por un tiempo, dentro de la comunidad de los físicos del mundo. Publicado en un periódico científico belga de importancia relativa, su teoría apareció bajo el poco atractivo título de «Un universo homogéneo de masa constante y radio creciente como explicación para la velocidad radial de las nebulosas extragalácticas» Y, también tal como lo mencionamos anteriormente, es el gran astrónomo inglés Arthur Eddington, quién al tomar conocimiento de lo descrito por Lemaître, dispuso la traducción del ensayo de éste al inglés, y se convirtió en adalid de lo que llamó "la brillante solución de Lemaître".

Antes de Lemaître recibiera el reconocimiento, que encabezó Arthur Eddington y también Albert Einstein, a su trabajo, había continuado con sus investigaciones. En una investigación de pensamiento experimental, pasando mentalmente la película de un universo en expansión al revés, imaginó las galaxias no ya separándose unas de otras sino acercándose progresivamente. El espacio se encogió. Las distancias entre las galaxias se redujeron de lo inimaginable a unos meros kilómetros. Luego, mientras el resto del mundo científico meditaba sobre las ramificaciones de esta teoría del universo en expansión, el sacerdote-físico dio el siguiente paso.

Pudo existir muy bien, escribió en 1931, un auténtico principio: Antes de que se iniciara la expansión, existió un «átomo primigenio», con un peso igual a la masa total del universo. Dentro de sus límites, las fuerzas de la repulsión eléctrica se vieron superadas, y la materia existió en un estado enormemente comprimido y a una temperatura abrumadora. La siguiente especulación de Lemaître fue un salto intuitivo extraordinario: en una especie de descomposición superatómica, dijo, este huevo cósmico lanzó su contenido hacia fuera en una gigantesca explosión. "Los últimos dos mil millones de años son de lenta evolución –escribió–. Son las cenizas y el humo de unos brillantes pero muy rápidos fuegos artificiales."

Si bien la idea planteada por Lemaître sobre los inicios del cosmos no fue acogida con entusiasmo por sus pares, quienes seguían dominados por las ideas de un universo estático con la sola variante de que éste había permanecido imperturbado durante un tiempo infinito y luego, a causa de sus inestabilidades implícitas, empezó a expandirse lentamente, no obstante embrionó las bases necesarias para que más tarde se pudieran desarrollar las descripciones de lo que popularmente se conoce como modelo del Big Bang.

Lemaître, para desarrollar su teoría del universo en expansión, se había basado en los principios de la relatividad general, un lenguaje de grandes masas y enormes distancias. La relatividad le permitía describir matemáticamente la expansión como iniciándose desde una fuente muy pequeña. No le permitía penetrar en el proceso físico que había transformado una diminuta y densa masa de materia en el universo observado de galaxias en recesión. Lo que requería esta tarea era un lenguaje matemático de lo muy pequeño, una teoría de la estructura nuclear que pudiera ser utilizada para delinear las interacciones que habían tenido lugar dentro del huevo cósmico. Estamos hablando del lenguaje y la teoría necesarios, hoy conocidos como «mecánica cuántica».

En la perspectiva de 1931, cuando Lemaître presentó su idea sobre los inicios del cosmos, miles de millones de años toda la materia y la energía que hoy constituye el universo estuvieron comprimidas en un gigantesco átomo primigenio, este conjunto ocupaba un espacio semejante al de una esfera cuyo diámetro era igual a la distancia de la Tierra al Sol (149.597.870 km. ). Si se componía de energía, su temperatura debía bordear los 10.000.000ºC; y si de materia, ésta debía haber tenido características totalmente distintas a las conocidas por el hombre.

La materia dispersada por la explosión de este coloso habría constituido el universo en expansión del cual formamos parte. Condensándose y quebrándose por la gravitación mutua, habría creado las galaxias y las estrellas, que continuaron volando hacia fuera para siempre, hasta llegar, eventualmente, a estar tan alejadas que ningún astrónomo de ninguna de ellas podría ver a muchas de las otras. El universo sería ilimitado.

Esta teoría puede tener muchos errores conceptuales, especialmente en aquellos que han sido revisados por la sola evolución de la mecánica cuántica y las experiencias de laboratorio, pero debe reconocerse que viene siendo como el anticipo medular en la que se sostiene la teoría moderna del Big Bang.

EL PRINCIPIO COSMOLÓGICO
La vanidad del hombre aprendió a aceptar, después de duros golpes, que vivimos en un planeta relativamente pequeño, de una estrella común y corriente, que junto con otras 200 mil millones más constituyen nuestra galaxia a la que hemos bautizado como Vía Láctea, y que no tiene otra característica que ser una galaxia común entre otras miles de millones que pueblan el universo. Por eso se postula ahora, con mayor humildad, que nuestro lugar de observación del cosmos es uno como cualquier otro. Más técnicamente se postula que el universo es homogéneo e isotrópico, esto quiere decir que es igual desde cualquier punto y en cualquier dirección. A la homogeneidad e isotropía del universo la conocemos como «principio cosmológico»

Desde 1930 adelante, empezó a desarrollarse en el mundo científico una mayor inquietud e interés por las cuestiones cosmológicas. Se empezaron a difundir nuevas aportaciones, como las que hicieron los matemáticos Howard P. Robertson y Arthur Walker, quienes demostraron que las soluciones de Friedmann correspondían a resultados más generales a las ecuaciones de Einstein, siempre que se aceptara el supuesto de un universo espacialmente homogéneo e isotrópico. Posteriormente, demostraron también que, en este caso, el espaciotiempo cuatridimensional podía diferenciarse en un espacio tridimensional curvo y un tiempo único común a todos los observadores «comóviles». En la actualidad, se le suele llamar cosmología «FRW» a los modelos cosmológicos basados en las soluciones de Friedmann-Robertson-Walker. Normalmente, tratan de descripciones muy interesantes desde el punto de vista moderno, ya que buscan estar siempre relacionados con una propiedad notable del universo observado.

Cuando hablamos de homogeneidad, estamos señalando la imposibilidad de distinguir características especiales entre dos lugares de espacio diferentes y por isotropía la invarianza de las características del universo en la dirección en que miremos.

El universo en sí es una estructura compleja, que muestra disimilitudes en función del tamaño de la escala de distancias desde un mismo punto de observación. A distancias pequeñas respecto a la escala del propio universo presenta características organizativas con planetas, estrellas, galaxias y nebulosas. A medida que se han podido realizar observaciones a escalas cada vez mayores, en el universo van apareciendo espacios más liso y más homogéneo: la grumosidad tiende a alcanzar un promedio. Es como contemplar la superficie de la Tierra, con sus diversas texturas y «grumos» desde un satélite y verla completamente lisa. Lo anterior es lo que lleva a los cosmólogos a suponer que el universo contemplado a distancias muy grandes es al mismo tiempo homogéneo (parece siempre el mismo, independientemente de dónde estemos situados dentro de él) e isotrópico (parece el mismo en todas direcciones). Un espacio que es isotrópico para todos los observadores, no sólo para uno, es también homogéneo.

Una de las pruebas duras en la que se sostienen los teóricos para considerar firmes estos supuestos fue la de la radiación microondular de fondo (el calor residual del Big Bang), detectada en 1965 y que, hasta la fecha, ha sido uno de los avales más importantes para sostener la validez de la teoría que propugna el inicio del universo desde una gran explosión. Dentro de los márgenes de error de observación y de detecciones en variaciones de temperatura en distintos lugares del espacio, esta radiación de fondo puede ser considerada como que se distribuye de forma isotópica a nuestro alrededor, lo cual indica que el universo ya era bastante isotrópico cuando se produjo la gran explosión.

No falta quienes señalan hoy día que la homogeneidad y la isotropía del universo ha sido cuestionada por algunas observaciones, y que su vigencia obedece mayoritariamente a una necesidad de la ciencia cosmológica. Aquí, es pertinente una aclaración. Se habla o sostiene de una hogeneidad e isotropía promedio y/o también, grumosidad promedio. Una homogeneidad perfecta, como veremos en capítulos posteriores, no habría hecho posible la actual estructura organizativa del universo. La homogeneidad y la isotropía del universo resulta racionalmente satisfactorio e implica considerar que éste no presenta puntos privilegiados o especiales, cuestión que las observaciones no han logrado desmentir con evidencias claramente duras. La alternativa sería suponer que hay un emplazamiento privilegiado, y entonces tendríamos que preguntarnos por qué era privilegiado ese desplazamiento y no otro. Pero no se pueden, por ahora, encontrar razones para formularse esa pregunta y sigue muy vivo lo que dijo Einstein, "todos los lugares del universo son iguales". Por ello, se ha otorgado a esta idea la distinción de considerarla un principio: «el principio cosmológico» , según denominación del cosmólogo Edward Milne en 1933.

En un razonamiento de pensamiento experimental, podemos reflexionar que en su modelo del sistema solar, Copérnico sacó a la Tierra del centro, de modo que la Tierra no fue ya un planeta privilegiado. Siglos después, Shapley demostró que tampoco el Sol ocupa un lugar privilegiado; estamos lejos del centro de nuestra galaxia. Hoy sabemos incluso que nuestra galaxia no tiene un emplazamiento especial entre los millones de galaxias observadas. Parece que no existe un lugar «especial». El principio cosmológico perfectatamente puede ser enunciado a través de uno de los famosos aforismo de Nicolás de Cusa, filósofo y teólogo del siglo XV: "La fábrica del mundo tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna".

Pero el principio cosmológico podría ser erróneo, como proposición científica. Una de las alternativas para que ello se de se encuentra en la posibilidad de que el universo tenga un eje. Últimamente algunos astrónomos de la Universidad de Rochester han señalado que el universo no es uniforme, sino que tiene una parte superior y otra inferior, lo que implica la existencia de un eje. De ser así, el universo entero y todas las galaxias que se alojan en él podrían estar efectuado un movimiento de rotación. El universo tendría entonces eje de rotación, una dirección prioritaria y no sería isotrópico. Por ahora; y pese a que los físicos saben que la homogeneidad e isotropía del universo, están sujetos a falsificación en el universo observado, hay pruebas suficientemente sólidas como para seguir sosteniendo que en él todos los lugares son iguales.



Bajo el supuesto, según el principio cosmológico, que el espacio tridimensional es homogéneo e isotrópico, Robertson y Walker demostraron matemáticamente que sólo podían haber tres espacios geométricos de tal genero (La métrica RW). Como era de esperar, dos de ellos correspondían a las soluciones de las ecuaciones de Einstein que había hallado ya Friedmann. Los tres espacios eran el espacio plano de curvatura cero (que Friedmann no había hallado), el espacio esférico de curvatura positiva constante y el espacio hiperbólico de curvatura negativa constante. En el espacio plano, los rayos láser paralelos jamás se encuentran; es un espacio abierto de infinito volumen. En un espacio esférico, los rayos láser paralelos convergen; es un espacio cerrado de volumen finito. En este espacio puedes alejarte volando en línea recta y volver al punto de partida. En el espacio hiperbólico, los rayos láser paralelos divergirán; es un espacio abierto con un volumen en infinito.

Representaciones bidimensionales de los tres espacios posibles de FRW tridimensionales, homogéneos e isotrópicos. Aquí, un científico bidimensional explora estos espacios. El dibujo de la izquierda es el espacio plano infinito, en el que los rayos láser paralelos no se encuentran nunca, y los ángulos de un triángulo suman 180 grados. El del centro, es el espacio finito de curvatura positiva constante, en el que los rayos láser paralelos convergen y se encuentran y los ángulos del triángulo suman más de 180 grados. A la derecha vemos el espacio hiperbólico infinito de curvatura negativa constante, en el que los rayos láser paralelos son divergentes y los ángulos suman menos de 180 grados. El espacio bidimensional de curvatura negativa constante (a diferencia de los otros dos) no puede encajarse en un espacio tridimensional, como se ha intentado en esta ilustración. No parece por ello, que sea homogéneo e isotrópico y le corresponde un lugar especial: el punto de la silla de montar.

Si analizamos estos espacios utilizando las ecuaciones de Einstein, vemos que la curvatura cambia en el tiempo. En el espacio plano, de curvatura espacial cero, cambia la escala relativa de las mediciones de espacio y de tiempo. Partiendo de estas soluciones dinámicas a las ecuaciones de Einstein sólo se puede concluir que el universo no puede ser estable (ha de cambiar expandiéndose o contrayéndose) y que el espacio del universo se está expandiendo.

Estas soluciones anticipaban, pues, la Ley de Hubble, que presupone una expansión del universo. Si las galaxias se hallan situadas en un espacio en expansión, también se alejarán entre sí como señales colocadas en el espacio (el llamado «flujo de Hubble»). Así el descubrimiento de Hubble aportó un poderoso apoyo observacional a las cosmologías de FRW y al universo dinámico.

Sin embargo, no aclaraba la cuestión subsiguiente de en cuál de los tres espacios posibles (el plano, el esférico o el hiperbólico) estamos viviendo nosotros. Es muy difícil de aclarar. Cuál sea la verdadera para nuestro universo depende de la forma en que se inició la expansión cósmica, de igual modo que la trayectoria que tomará una piedra al ser lanzada al aire, que dependerá de su velocidad inicial relativa a la fuerza de la gravedad de la Tierra. Para la piedra la velocidad inicial crítica es de 11,2 km. por segundo. Si se lanzamos hacia arriba una piedra a una velocidad inferior a ésta, debemos tener cuidado para evitar un chichón o cototo en nuestras cabezas, ya que volverá a caer a la Tierra; pero si lanzamos la piedra a una mayor velocidad inicial ella se nos perderá en el cielo y jamás volverá a la Tierra. Así también, el destino del universo es aquel que depende de cuál es su velocidad inicial de expansión relativa a su gravedad. Conocer lo último es para la física una cuestión más que complicada. Pero el destino del universo depende de cual sea la respuesta, porque la geometría plana e hiperbólica puede corresponder a universos abiertos que continúan expandiéndose eternamente, mientras que el universo cerrado esférico llega un momento en que deja de expandirse y vuelve a contraerse: su existencia es finita. Pero pese a las complicaciones que hemos señalado e incluso sin conocer las condiciones iniciales de la expansión del universo, podemos deducir cuál podría ser su destino: comparando su tasa de expansión actual con su densidad promedio actual. Si la densidad es mayor que el valor crítico [W = 10-29g por cm3(unos 10 átomos de hidrógeno por m3)], determinado por la velocidad deexpansión actual, entonces es la gravedad la gran dominante; el universo es esférico y cerrado y está predestinado a desintegrarse en algún momento en el futuro. Si la densidad es inferior al valor crítico, el universo es hiperbólico y abierto. Si es exactamente igual al valor crítico, es plano. La relación entre la densidad material media observada en el universo y la densidad crítica se denomina «omega (W)» . Así, el universo es abierto, plano o cerrado dependiendo de si omega es inferior a 1, igual a 1 o mayor que 1, respectivamente.

G.Exp-Uni
La expansión del universo en el tiempo para cosmologías, cerradas, abiertas y planas. La expansión podría medirse por la distancia entre dos galaxias distantes cualquiera. En un universo cerrado, éste se expande al principio y luego se contrae.

En principio es posible medir «omega». El problema para determinar la densidad material media es que la materia del universo puede ser tanto materia visible (estrellas, galaxias y otros) como materia invisible (materia oscura, agujeros negros o partículas cuánticas microscópicas). Las partes visibles y luminosas de las galaxias nos dan un valor aproximado de W de 0,01. Los astrónomos sólo pueden calcular directamente la densidad de la materia visible. Si suponemos que el 90 por ciento de la masa de una galaxia es materia oscura, tendríamos un valor aproximado de W de 0, 1. Y a la escala mayor de cúmulos de galaxias, la aportación al parámetro W de la materia oscura respecto a la visible es del orden de 20 a 1. Si es así, llegaríamos a la conclusión de que vivimos en un universo hiperbólico abierto. Pero, por desgracia, no podemos llegar a una conclusión tan simple, pues existe la posibilidad de que haya más materia oscura. Como veremos en un capítulo posterior, hay sólidas pruebas de su existencia. De hecho, el elemento material dominante en el universo muy bien podría ser materia oscura y el elemento visible, las galaxias y las estrellas, sólo una parte insignificante de la masa total del universo.

Ahora bien, para medir omega, uno de los métodos factibles se da calculando la velocidad de expansión del universo a través de la medición de la velocidad de alejamiento de una galaxia distante ( que es hallada por su desplazamiento al rojo) y dividirla por la distancia a la galaxia. En un universo de expansión uniforme la velocidad externa de cualquier galaxia es proporcional a su distancia; entonces, la relación velocidad-distancia es la misma para cualquier galaxia. La cifra resultante, denominada la constante de Hubble, mide la velocidad actual de expansión del universo. De acuerdo a las mediciones más precisas, la velocidad actual de expansión del universo es tal que éste duplicará su tamaño en aproximadamente diez mil millones de años. Esto corresponde a una densidad crítica de materia de cerca de 10-29 gramos por centímetro cúbico, la densidad que se obtiene al esparcir la masa de una semilla de amapola por sobre un volumen del tamaño de la Tierra.El valor de medición más preciso para la densidad promedio real -que se obtuvo gracias a la observación telescópica de un gigantesco volumen de espacio que contenía muchas galaxias, en que se estimó la cantidad de masa de aquel volumen por sus efectos gravitacionales, y luego se la dividió por el tamaño del volumen- es de aproximadamente 10-30 gramos por centímetro cúbico, o cerca, de un décimo del valor crítico. Este resultado, al igual que otras observaciones, sugiere que nuestro universo es abierto.

LAS CIFRAS DE LA COSMOLOGÍA
Las cantidades muy grandes y muy pequeñas comunes a la cosmología suelen ser representadas como potencias de diez. El diámetro de un átomo, aproximadamente 0,00000001 cm., se expresa como 10-8cm.; el exponente (-8) significa el número de lugares decimales en la fracción. Así, la densidad crítica del universo 10-29 representa un punto decimal seguido por veintiocho ceros y un uno. De un modo similar, la masa aproximada del Sol en kg. se representa como 1030, que en notación decimal ordinaria sería un 1 seguido de treinta ceros. Este sistema de representar las cifras no sólo es conciso, sino que también permite que cantidades ampliamente divergentes sean comparadas con facilidad sumando o restando exponentes en vez de realizar tediosas divisiones y multiplicaciones.

Sin embargo, es menester señalar que existe cierto grado de incertidumbre con respecto a estas cifras -relacionada principalmente con la parcial heterogeneidad del universo que ya hemos mencionado- y también hay dudas en lo que a distancias cósmicas se refiere; en la práctica, se debe reconocer que resulta difícil medir omega. Si el universo fuese enteramente homogéneo y estuviese expandiéndose de manera uniforme, entonces su velocidad de expansión podría determinarse midiendo la velocidad de alejamiento y la distancia de cualquier galaxia cercana o lejana. Y, viceversa, la distancia a cualquier galaxia podría determinarse a partir de su desplazamiento al rojo y la aplicación de la «ley de Hubble». (Hablando en forma aproximada, la distancia a una galaxia es diez mil millones de años luz multiplicado por el aumento fraccionario en la longitud de onda de su luz detectada.) Pero, por desgracia, los cálculos de distancia de galaxias lejanas plantean muchísimos problemas. La dificultad radica, en parte, a que las galaxias probablemente estén evolucionando, modificando su luminosidad de forma desconocida, por lo que no se puede confiar en tomar la luminosidad de ciertas galaxias como unidad de medida para determinar la distancia a partir de la luminosidad, quedándonos, en estos casos, con la sola observación de sus respectivos corrimientos al rojo que nos indican que se alejan, pero sin la certeza de la distancia. En consecuencia, no se puede seguir la evolución de la «constante de Hubble» a lo largo del tiempo, ni hallar el índice de desaceleración que revelaría si el universo es abierto o cerrado.

La conclusión es que no disponemos de ningún medio fidedigno de saber si el universo es abierto o cerrado. Esto aflige y desola a muchísimas personas que ansían conocer el destino del universo. Pero, en mi opinión, en nada comparto esas atribulaciones. Lo importante está en lo que hemos llegado a saber hasta ahora. Los cosmologos ya saben que el parámetro cósmico crucial de omega (W) es superior a una décima e inferior a dos, una gama de valores bastante próxima a uno. ¿Por qué? La cantidad W podría tener cualquier valor; podría ser cualquier guarismo desde uno a un millar. El verdadero enigma es ¿por qué W se acerca tanto a uno? ¿Por qué estamos situados en el límite entre universos abiertos y cerrados? Se ha identificado suficiente materia como para que W no sea inferior a 0,1. Ahora, si omega fuera W = ›2, entonces estaríamos frente a una de las mayores catástrofes teóricas que pudiesen sufrir los científicos, ya que esa densidad implica que con la velocidad estimada actual de expansión del universo, éste sería más joven que la Tierra según determina el fechado radiactivo. Aquí, hemos llegado a uno de los auténticos problemas que enfrenta la cosmología contemporánea. En el fondo es el verdadero quid de los asuntos del cosmos que hasta ahora hemos descrito, el cual analizaremos en los próximos capítulos que son parte del relato de "A Horcajadas en el Tiempo ".

viernes, 2 de octubre de 2009

Lavoisier

ANTOINE LAURENT LAVOISIER (1743-1794)

Químico francés y padre de la química moderna, Antoine-Laurent Lavoisier fue un experimentador brillante y genio de muchas facetas, activo tanto en ciencia como en asuntos públicos. Desarrollo una nueva teoría de la combustión que llevó a terminar con la doctrina del flogisto, que había dominado el curso de la química por más de un siglo. Sus estudios fundamentales sobre oxidación demostraron el papel del oxígeno en los procesos químicos y mostraron cuantitativamente la similitud entre oxidación y respiración. Formuló el principio de la conservación de la masa en las reacciones químicas. Clarificó la distinción entre elementos y compuestos y fue clave en el diseño de un sistema moderno de nomenclatura química. Lavoisier fue uno delos primeros científicos en introducir procedimientos cuantitativos en las investigaciones químicas.

1743 Lavoisier nace en París. Su padre, abogado y consejero parlamentario le da una excelente educación en el Collège Mazarin, donde recibe formación clásica y en ciencias.
1764 Recibe su licencia para ejercer el derecho. Su inquieta mente, sin embargo, lo inclina a la ciencia.
1765 Recibe la medalla de Oro de la Academia de Ciencias por un ensayo sobre la mejor manera de iluminar una ciudad. Entre sus primeros trabajos se encuentran artículos sobre la Aurora Borealis, y la composición del yeso. Ayudó al geólogo J.-E. Guettard en preparar su atlas minaralógico de Francia.
1768 Es admitido a la Academia Francesa como químico adjunto por un artículo sobre análisis de muestras de agua. Pasó por todos los grados de la estructura académica y llegó a director en 1785 y tesorero en 1791.Es nombrado asistente en uno de los departamentos cobradores de impuestos del gobierno y luego miembro titular en pleno de la Ferme Générale, la principal agencia recolectora de impuestos.
1770 Se hace famoso al refutar la creencia de que el agua se convierte en tierra por repetida destilación. Al pesar cuidadosamente el residuo sólido y el aparato de destilación demostró que la materia sólida proviene del recipiente y no del agua.
1771 Se casó con Marie Paulze, quien le asistiría en su trabajo con las ilustraciones de sus experimentos, registro de los resultados y traducciones de artículos científicos del Inglés.

1772 Su padre le compró un título de nobleza según práctica de la burguesía rica. En noviembre depositó una nota sellada en la Academia de Ciencias afirmando que el azufre y el fósforo aumentan de peso cuando se queman porque absorven "aire".


1773 Publica su primer libro, Opuscules physiques et chimiques, (Opúsculos físicos y químicos donde presenta resultados de sus lecturas y sus experimentos. Ese año, Joseph Priestley preparó "aire desflogisticado" (oxigeno) al calentar el "precipitado rojo de mercurio" (óxido de mercurio, cinabrio). Lavoisier confirmó este trabajo y al percibir que en la combustión y calcinación de metales solo se usa una porción del aire, concluyó que el agente activo era el nuevo "aire" de Priestley que se absorbía al quemar y quedaba el "aire no vital" (nitrógeno). Mostró que al combinar este "aire" con carbón produce "aire fijo" (dióxido de carbono) obtenido por Joseph Black en 1754.


1775 Es nombrado como régisseur des poudres (director de administración de la pólvora). Con su acostumbrada energía, se dedicó a mejorar la caótica industria de la pólvora. Esto le dio la oportunidad de moverse al Arsenal de París donde montó un soberbio laboratorio.


1777 En una memoria presentada a la Academia, leída en 1779 pero no publicada hasta 1781 Lavoisier le dio al "aire desflogisticado" el nombre de oxígeno o "productor de ácido". Explicó la combustión como el resultado no de la liberación de un principio hipotético de fuego, el flogisto, sino el resultado de la combinación de la sustancia que quema y el oxígeno.


1783 Anunció a la Academia que el agua es el producto de la combinación de hidrógeno (el "aire inflamable" que el químico inglés Henry Cavendish ya había empleado.


1785 Es nombrado miembro del comité gubernamental sobre agricultura y como su secretario escribió reportes e instrucciones sobre cultivo y varios esquemas agrícolas.


1786 Publica un brillante ataque a la teoría del flogisto.


1787 Con un grupo de químicos franceses, publica el Méthode de nomenclature chimique, (Método de nomenclatura química) que clasificó y renombró los elementos y compuestos conocidos.


Como terrateniente en la provincia de Orleans, Lavoisier fue escogido miembro de la asamblea provincial.


1788 Con otros, establece los Annales de chimie, (Reportes de química) una revista dedicada a la nueva química.


1789 Publica su Traité élémentaire de chimie, (Tratado elemental de química) provee una exposición precisa de su trabajo e introduce su nuevo enfoque de la química. Definió como elementos aquellas sustancias que no pueden descomponerse. Estableció claramente su ley de conservación de la masa en las reacciones químicas. Nada, dijo, se crea o se destruye, solo hay alteraciones y modificaciones y hay una cantidad igual -una ecuación- de masa antes y después de la operación.


Como reformador y político liberar, Lavoisier participó de la Revolución Francesa. Cuando se reunieron los Estados Generales, fue diputado alterno y elaboró un código de instrucciones para guía de los diputados.


1790 Nombrado secretario y tesorero de la comisión para asegurar la uniformidad de pesos y medidas en toda Francia, trabajo que condujo al establecimiento del sistema métrico.


1791 Se abolió la Ferme Générale y Lavoisier perdió su posición con administrador de la pólvora y debió abandonar el Arsenal. Jean Paul Marat lo acusó.


1793 Comenzó el Reinado del Terror. Se suprimió la Academia de Ciencias. Se ordenó el arresto de los antiguos miembros de la Ferme Générale.


1794 Después de un juicio que duró menos de un día, un tribunal revolucionario condenó a Lavoisier y a 27 otros a muerte. Esa tarde, él y sus compañeros, incluido su suegro, fueron guillotinados en la Place de la Révolution, (hoy Plaza de la Concordia). Su cuerpo fue arrojado a una fosa común.

Antoíne Lavoisier: Tendría que pasar un siglo desde que Robert Boyle publicara El químico escéptico, antes de que la química adquiriera el lenguaje y los conceptos que necesitaba para transformarse en una ciencia respetable. Muchos científicos capaces ayudaron con su trabajo a esa transformación, pero hay uno que destaca sobre los demás. Se llamaba Antoine Laurent Lavoisier, y no es exagerado llamarlo, como hacen algunas personas, «el Newton de la química».
Lavoisier nació en París el 26 de agosto de 1743. Su padre era un abogado acomodado. Sus primeros pasos se dirigieron al mundo del derecho, e incluso obtuvo las calificaciones necesarias para practicar la abogacía, pero, como resultado de escuchar unas conferencias del astrónomo Lacaille, desarrolló un entusiasmo por la ciencia. Su primer interés se centró en la geología y realizó un trabajo loable en ese campo, pero pronto se dedicó a la química, que se convirtió en la pasión de su vida. En 1766, cuando sólo tenía veintitrés años, fue recompensado con la Medalla de Oro de la Academia Francesa de Ciencias por un ensayo sobre la mejor forma de iluminar una gran ciudad.
A diferencia de otros científicos de su tiempo —Cavendish, por ejemplo—, Lavoisier no era un tímido investigador de laboratorio, sino que llevó una vida pública muy ocupada y fue precisamente esa implicación en los asuntos públicos lo que provocaría su caída. Cuando tenía veinticinco años, en 1768, invirtió una gran suma de dinero en la Ferme Générale, una operación privada para recaudar impuestos alentada por el gobierno francés. Tres años después, se casó con la hija, de catorce años, de uno de los ejecutivos de la Ferme. Fue un matrimonio concertado, pero durante muchos años resultó feliz y productivo. Su esposa, Anne-Marie, era tan inteligente como hermosa y, en sus primeros años juntos, nunca fueron tan felices como cuando trabajaban en el laboratorio. Con el paso de los años, y con su marido pasando demasiado tiempo ausente debido a los negocios, Anne-Marie encontró consuelo en los brazos de uno de sus amigos; no obstante, siguieron manteniendo una relación cordial.

La intención de Lavoisier al invertir en la Ferme, era conseguir unos ingresos fiables de los que poder vivir mientras proseguía con sus investigaciones científicas. En este aspecto, tuvo éxito. Los ingresos, derivados principalmente de los impuestos que pagaban los pobres, fueron enormes y le permitieron construir un excelente laboratorio privado —posiblemente el mejor del mundo—, que se convirtió en un lugar de encuentro tanto para los principales científicos franceses como para las celebridades que visitaban el país,

Benjamin Franklin y Thomas Jefferson, por ejemplo. En este sentido, Lavoisíer fue capaz de estar al tanto de las especulaciones y los descubrimientos de los principales científicos del momento. En cuanto se enteraba de una nueva idea o de un experimento interesante, Anne-Marie y él se embarcaban en nuevas investigaciones propias. No obstante, no siempre fue lo bastante rápido en reconocer el trabajo de otros o la contribución que hicieron los demás a sus descubrimientos, y esto lo condujo a amargas disputas con sus compañeros, que creían que sus trabajos no recibían un apropiado reconocimiento.

Joseph Priestley: Uno de los hombres a los que Lavoisier enfureció con su actitud desdeñosa fue el químico inglés y político radical Joseph Priestley. Este, que era diez años mayor que Lavoisier, provenía de un ambiente muy distinto. Nació en Birstal, cerca de Leeds, en 1733. Era hijo de un ministro unitarista y él mismo llegó a serlo, y su religión lo inhabilitaba para recibir una educación universitaria. Tras dejar la escuela, consiguió dominar varios idiomas de forma autodidacta, incluidos el hebreo y el árabe. En 1766, cuando tenía treinta y tres años, conoció a Benjamin Franklin, que se encontraba en Inglaterra como representante de las colonias norteamericanas, y fue esa amistad la que lo condujo a una carrera científica. En poco tiempo publicó una historia sobre la investigación eléctrica, a la que siguió una historia de la óptica.






Un año después de conocer a Franklin, Priestley fue designado ministro de una capilla contigua a una cervecería en Leeds, y Priestley se sintió fascinado por el proceso de fabricación de la cerveza. La fermentación del grano produce un gas que sabemos que es anhídrido carbónico. Priestley estudió el gas, dándose cuenta de que era más pesado que el aire y capaz de extinguir una llama. Lo disolvió en agua, y descubrió que le daba un sabor agradable. Había descubierto el agua de soda; y fue recompensado por su descubrimiento con la Medalla Copley de la Royal Society.






Priestley se interesó particularmente en los gases, y siguió experimentando hasta descubrir algunos más. Cuando empezó sus investigaciones, sólo se conocían tres gases: el aire, el anhídrido carbónico y el hidrógeno (recientemente descubierto por Cavendish, y bautizado por Lavoisier). Priestley consiguió aislar varios más, in­cluido el amoníaco, el óxido nitroso (el gas de la risa) y el cloruro de hidrógeno. En 1772, como consecuencia de estos descubrimientos, se convirtió en miembro de la Academia Francesa de Ciencias, y obtuvo un empleo cómodo como compañero y bibliotecario de un aristócrata inglés, lord Shelbourne. Dos años después, hizo su descubrimiento más importante: usó una lente para calentar en un tubo la sustancia roja conocida como óxido de mercurio. El mercurio metálico se depositó, y en la parte alta del tubo encontraron un gas de notables propiedades. Cuando acercaron una vela a este gas, ardió con mucha más luminosidad que la propia llama de la vela, y cuando expusieron un ratón al gas, éste se puso particularmente vivaz.






Desgraciadamente, Priestley era un devoto del concepto del flogisto e incapaz de apreciar adecuadamente la importancia de su descubrimiento. La gente que creía en la existencia del flogisto —la esencia del calor— era consciente de que una vela colocada en un recipiente sellado se apagaba pronto. Ellos lo interpretaban como una prueba de que el aire del recipiente se había saturado con el flogisto de la vela era incapaz de recibir más y la combustión ya no era posible. Aplicando este razonamiento, Priestley concluyó que su gas era aire que contenía poco flogisto o ninguno, y por consi­guiente se sentía «hambriento» del flogisto de la vela. Por tanto, lla­mó a su nuevo gas «aire deflogistizado».






En octubre de 1774, Priestley cenó en París con Lavoisier y le co­municó su descubrimiento. Lavoisier procedió a organizar sus pro­pios experimentos. Tras una extensa correspondencia con Priestley, presentó un informe a la Academia en el que aseguraba que el factor clave en la combustión era el «aire puro» de Priestley, pero sin mencionar a Priestley para nada. Este, comprensiblemente, se disgustó muchísimo. Por entonces Lavoisier ya había establecido que el azufre ganaba peso al quemarse, en lugar de perderlo.






En los años siguientes, hizo una sucesión de descubrimientos revolucionarios como resultado de su insistencia en la importancia de la precásión de las medidas. En 1779, subrayó su creencia en que el «aire puro» de Priestley no sólo era un gas por derecho propio, sino un elemento al que llamó oxígeno. Con la ayuda de su compañero académico Pierre Laplace, dirigió una serie de experimentos con animales vivos, cuyos resultados demostraron que la respiración era una forma de combustión en la que las criaturas vivientes tomaban oxígeno del aire para quemar el «combustible» que ingerían con su comida.






En 1786 publicó en los Procedimientos de la Academia su abandono de la teoría del flogisto, que había desencaminado a químicos durante tanto tiempo. Su lista de «puntos clave» incluía dos que realmente vehiculaban su mensaje:






1. Existe una verdadera combustión... pero sólo mientras el cuerpo combustible esté rodeado y en contacto con el oxígeno; la combustión no puede tener lugar en cualquier otro tipo de aire o en el vacío, y los cuerpos ardientes que se zambullan en cualquiera de estos dos casos se extinguirán tan ciertamente como si se sumergieran en agua.






2. En toda combustión se produce un aumento de peso en el cuerpo quemado; y este aumento es exactamente igual al peso del aire absorbido.






Incluso un científico tan importante como Lavoisier no podía esperar que consiguiera desterrar completamente el sistema de pensamiento en el que había crecido, y hasta el fin de sus días quedaron residuos de ese viejo pensamiento en sus escrituras. Su teoría de los ácidos contenía muchos puntos que tuvieron que corregirse más tarde, como también su teoría sobre el calor. Pero los químicos que llegaron tras él heredaron una ciencia completamente transformada gracias a su trabajo.






La contribución de Lavoisier: Por importantes que fueran los descubrimientos de Lavoisier, sólo fueron una parte de su contribución al establecimiento de la química como disciplina científica. De la misma importancia fue la lección que enseñó: que las conclusiones sólo podían alcanzarse mediante un experimento cuidadosamente preparado y una exacta medición. En su laboratorio, el árbitro de la verdad científica era el equilibrio químico. También le dio a la química una serie de conceptos que demostrarían ser inmensamente productivos en el siglo posterior. Fue él, más que Boyle, quien trazó la distinción entre un elemento y un compuesto en el sentido moderno de los términos. De esa forma, hizo posible que los químicos empezaran a adjudicar números a los procesos químicos. Gracias a estos conceptos y a los precisos métodos de análisis de los que fue pionero, el siglo XIX se convirtió en una edad de oro de la química.






Pero fue un siglo que él no llegó a ver. Cuando estalló la revolución francesa en 1789, los odiados impuestos sobre los granjeros fueron obvios blancos del Terror que siguió. Y Lavoisier había tenido la desgracia adicional de ganarse un enemigo más, un científico ambicioso que una vez tratara con desdén. Su nombre era Jean-Paul Marat, uno de los protagonistas más vigorosos del Terror. Cuando llegó el momento de saldar cuentas, ni siquiera la reputación de Lavoisier como científico pudo salvarlo. En la mañana del 8 de mayo de 1794, a los cincuenta y tres años, y en su cumbre inte­lectual, fue juzgado y sentenciado a muerte. Cuando pidió que la ejecución de la sentencia se suspendiera un par de semanas para poder completar algunos trabajos científicos, el juez le respondió:






«La revolución no necesita científicos». Unas horas después, en lo que ahora es la Plaza de la Concordia, caminó hasta la guillotina con calma y aire digno. Uno de sus contemporáneos científicos, el matemático y astrónomo Joseph-Louis Lagrange comentó: «Sólo tardaron un instante en cortarle la cabeza, pero puede que Francia no produzca otra como la suya en todo un siglo».






[Fuente: sedna]














Life and Works






by Jean-Pierre Poirier


Comité Lavoisier de l'Académie des Sciences de Paris






















Chapter 2) LAVOISIER, CHEMIST






In the end, however, Lavoisier would become a chemist. He would specialize in chemical analysis: separating elements from mixtures and measuring out the elements of compounds were activities well suited to his analytical mind. It was in Rouelle's chemistry courses that he was going to acquire the techniques necessary for his studies of mineralogy and hydrology.






Chemistry in the Mid-Eighteenth Century






Around 1750, chemistry was seeking to gain its independence from the four disciplines which had engendered it: industry, the natural sciences, alchemy and medicine.






Industry - building construction, metallurgy, the fabrication of glass and textiles, processing of leather, production of gunpowder and saltpeter, food preservation - was making governments aware of the possibilities for applied chemistry. Concurrently, the natural sciences were undergoing rapid development and alchemy was contributing to methods of distillation and sublimation for preparing drugs. Distillation soon shed its mystery, becoming a simple method of analysis. But it was especially medicine which, since the sixteenth century, had been promoting the development of chemistry through pharmacy. Men such as the Swiss Leonhard Thurneysser (1530-1595), the Italian Angelo Sala (1576-1637), the Germans Johann Glauber (1604-1670), Otto Tachenius (1630-1700), Johann Kunckel (1630-703) and Johann Becher (1635-1682) created medical chemistry. in 1597, Andreas Libavius published in Frankfort Alchymia recognita, emendata et aucta, cum dogmatibus et experimentis nonnullis, cum commentario medico-physico-chymicothe first collection of chemical texts. The title clearly indicates its links with medicine and pharmacy. In 1609, Johannes Hartmann gave the first courses in chemistry at the University of Marburg.






In France, Bernard Palissy (1520-1590), who can be considered the first professor of chemistry, had denounced the teachings of certain professors, whom he considered charlatans. He advocated returning to the observations of nature. It was at Sedan, Montpellier and Paris that the links between chemistry and pharmacy were forged. In 1610, Jean Béguin (1605- ? ) published in Paris the Tyrocinium chymicum e naturae fonte et manuali experiencia depromptum, the prototype of pharmaceutical texts which would have more than fifty editions. In 1635, Jean Riolan (1580-1657), eminent member of the Faculty of Medicine in Paris, created the Jardin du Roy. Initially destined uniquely for growing medicinal plants, it soon became an important center for the teaching of chemistry. The first "demonstrator," Guillaume Davisson (1593-1669) was hired in 1648. He was succeeded by Nicolas Lefèvre (1615-1669) and then by Christopher Glaser (1628-1672). In 1666, Colbert created the Academy of Sciences which among its twenty-one members included two chemists: Claude Bourdelin (1621-1699), a pharmacist, and Samuel Cottereau du Clos ( ? - 1715), physician to the King. In 1691, Wilhelm Homberg (1652-1715) joined them and gave the first modern definition of mineral salts: "Acids combine with fixed salts to compose bivalent salts according to the nature of the acids that have been used. For example, spirits of nitre added to tartar salt produces true common salt, spirits of vitriol combined with tartar salt produces true vitriol. Both are bivalent salts, that is partially fixed, partially volatile, because the two salts that compose them are and remain fixed and volatile, respectively." (W. Homberg, quoted by F. L. Holmes in "Cum grano salis," Cahiers de Science et Vie, no. 14, Paris, 1993, p. 81.) The successors, Moïse Charas (1619-1698), G.F. Boulduc (1675-1742) and Nicolas Lémery (1645-1715), abandoned the old technique of analyzing salts by heating them dry and developed the more rigorous method of analysis in solution. Thus they could define precisely a growing number of acids and bases. In 1737, Henri Louis Duhamel du Monceau (1700-1782) isolated two types of fixed alkalis: one drawn from plant ashes (potassium hydroxide or potash), the other derived from sea water (soda). In Prussia, Frederick I reorganized the Berlin Academy of Sciences in 1744. Johann Pott (1692-1777) published there his celebrated Lithéogéognosie ou examen chymique des pierres et des terres en général. Andreas Marggraf (1709-1780) produced phosphorus from the phosphates found in urine, discovered magnesia and manganese, studies phosphoric acid and platinum and extracted zinc from its minerals. "Around 1750 then, " writes F.L. Holmes, "chemists began to dare to venture beyond the limits of what was known, discovering new acids and new bases, combining them to form new salts or, conversely, extracting known salts from acids and bases not yet identified." ("Lavoisier," Cahiers de Science et Vie, no. 14, Paris 1993, p. 82.) In France, Louis Lémery (1677-1743), Etienne François Geoffroy (1672-1731) and Pierre Joseph Macquer (1718-1784) were congratulating themselves on this rapid progress. And yet chemistry was still far from being an independent discipline. Bartolomeo Beccaria (1716-1781), holder of the first chair in chemistry at Bologna n 1737, also taught medicine and pharmacy. Georg Ernst Stahl (1660-1734) was a professor of medicine at Halle, as was his student, Frederick Hoffman (1660-1743). Joseph Black (1728-1799) wrote his famous paper, Experiments on Magnesis Allba, with the goal of providing a treatment for kidney stones. Louis de La Planche, Antoine Baumé (1728-1804) and Gabriel Francis Venel (1723-1775) taught as much medicine and pharmacy as chemistry. Along with his course in chemistry, Rouelle gave lectures in pharmacy in which he specified, "There should be a distinction between the pharmaceutical production process and chemistry. Without the latter, the former makes only chance combinations and mixtures which, far from reaching the desired end, are often very harmful. It is chemistry that lays the foundations for all good pharmacy. It is from the exact knowledge of analysis that principles are deduced." (G.F. Rouelle, Cours de Pharmacie, manuscript in 1 vol. in 4°, p. 4.) But the old concepts continued to reign.






Aristotle's Four Elements






Rouelle, Lavoisier's professor, was still defining the constituent elements of matter as Aristotle had: "We call principles or elements simple, homogeneous, indivisible, immutable and insensible bodies, more or less mobile according to their different configurations, stature and mass, and which are differentiated by their volume and particular figure. It is impossible to detect them in isolation, separated from other elements, unless they come together in a very large numerical quantity. Their particular figure is also unknown and it would be quite ridiculous to pretend to determine it, as several physicists have done. What can be ascertained is that they exist in very small numbers and yet their different combinations suffice to form all the bodies found in Nature. We acknowledge four principles or elements: phlogiston or fire, earth, water and air." (G.F. Rouelle, Cours de Chymie, pp. 27-28.)






Meanwhile, Macquer wrote in 1756, in Eléments de chymie théorique:: " The object and principal goal of chemistry is to separate the different substances composing a body, examine each one individually, determine their properties and analogies, decompose them still another time if that is possible; compare and combine them with other substances, reunite them and put them back together so as to cause the reappearance of the first mixture with all its properties; or by differently combined mixtures, produce anew composed bodies for which not even Nature has given us a model . But this analysis and decomposition of bodies is limited: we can pursue it only up to a certain point, beyond which all our efforts are useless. Regardless of how we proceed, we are always stopped by substances that are stable, that we cannot decompose and which serve as barriers to our progress. It is these substances that we must, I believe, call principles or elements. At least, they are truly so for us. Such substances are principally earth and water, air and fire. For although there is reason to believe that these substances are not the essential parts of matter, are not its simplest elements - since experience has taught us that it is impossible to recognize by our senses the principles of which they are themselves composed -, I believe that it is more reasonable to stop there, and to consider them as simple, homogeneous bodies and the principles of other bodies." (P. Macquer, Elements de chymie théorique, Paris, Jean-Thomas Hérissant, 1756, pp. 1-2.)






Lavoisier was soon to expose the archaic character of these ideas: "A very remarkable thing," he wrote, "is that while teaching the doctrine of the four elements, no chemist has been led by the force of evidence to acknowledge a larger number. (...) All that can be said on the number and nature of elements is limited, I believe, to purely metaphysical discussions: the problems which one proposes to resolve are unspecified and susceptible to an infinity of solutions. But it is most likely that none in particular agrees with Nature." (Lavoisier, Traité élémentaire de chimie, Paris, Cuchet, vol. I, 1789, pp. xvi-xvii.)






The Theory of Phlogiston






This theory, formulated by Georg Ernst Stahl, had been accepted by all chemists. Its object was to explain the combustion of bodies and the calcination of metals. The effect of these phenomena, according to Stahl, was to release phlogiston, the inflammable and subtle principle contained in these materials. The loss of phlogiston transformed metals into calx, or metallic oxides with very different physical properties (brilliance, ductility and malleability). But it is in the form of oxides that metallurgists receive metallic minerals from mines. To obtain the original metals, they believed they had to restore the missing phlogiston to the oxides, and thus conducted an operation that was the opposite of calcination, that is, a reduction in the presence of charcoal. Stahl's theory had the advantage of explaining not only the phenomena of combustion, calcination, the reduction of metals, and the solution of metals by acids but even that of the respiration of human beings. But its major flaw was to be purely qualitative and not quantitative. If calcination consisted of releasing the phlogiston contained in a metal, one should be able to observe a decrease in the weight of the product obtained. But the products of the calcination of metals are heavier than the original metals. Stahl recognized the contradiction, but made no attempt to explain it. Louis Bernard Guyton de Morveau (1737-1816) suggested that the phlogiston released from the calcined metal was replaced by air, heavier than it, and that, therefore, phlogiston was endowed with a negative weight. Lavoisier, who believed in the mathematical virtue of the scale, accepted neither the theory nor the hypothesis: his faith in the law of the conservation of matter forbade him to do so.






Transmutations






In 1771, it was still believed possible to transmute one element into another. Johann Gottschalk Wallerius (1709-1785) was one of the proponents of the theory of the transmutation of metals. In his lectures, Rouelle still reserved a place for ideas coming from traditional alchemy: " Ordinary chemists doubt the truth of the principles of this science, but they cannot be judges in a matter entirely unknown to them. (...) Although I do not wish to cast doubt on the testimony of great men who affirm that they have seen transmutations, I would like to see for myself before shedding my remaining reservations. However, I would not advise anyone to attempt such expensive undertakings given the uncertainty of the outcome, unless he has a reliable guide to lead him in an operation which is preserved only by tradition." (G.F. Rouelle, quoted by M. Daumas, Lavoisier, Paris, Gallimard, 1941, pp. 27-28.)






A Swiss scientist, Bengt Ferner, attributed the steady lowering of the levels of the oceans to a transformation of water into earth. This hypothesis was accepted by a number of chemists who, after a prolonged boiling and evaporation of water, found an earthy residue at the bottom of the recipient. According to Stahl himself, "Water, through a great number of repeated distillations can be carried to such a degree of refinement that it can penetrate glass ." (G.E. Stahl, quoted by Lavoisier, "Does the Purest Water Contain Soil and Can This Water be Changed into Soil?" , Introduction aux Observations sur la physique, Paris, Le Jay et Barrois, 1777, vol. 1, p. 79.) But Boerhaave in his Eléments de chymie, Duhamel du Monceau in his Physique des arbres and Le Roy in a paper read at the Academy contested the possibility that water could change into earth.






In one of his first works, Lavoisier attacked this myth of the transmutation of water into earth. He boiled water for a hundred days in a "pelican", a glass recipient whose shape resembles the bird's form, and demonstrated that the residue obtained was not due to a transmutation of water, but rather to the dissolving of the pelican's inner surface in the water. He carried out this demonstration by applying for the first time what would become the basis of his scientific method: the weighing of the elements of reaction thanks to the use of precise scales.






Lavoisier's Method






In the article, Chymie, in the Encyclopédie, Venel prophecied: "It is clear that the revolution which would place chemistry in the rank it merits - which would at least place it alongside experimental physics - can be carried out only by a clever, enthusiastic, and bold chemist who, finding himself in a favorable position and skillfully profiting from a few fortunate circumstances, can attract the attention of scientists, first by a noisy ostentation and a determined, assertive tone, and then by reason, if his first method has stirred up prejudice." The ambitious Lavoisier was determined to be that chemist. (Encyclopédie ou dictionnaires raisonné des sciences, des arts et des métiers..., de Diderot-d'Alembert, Paris, 1753, vol. III, p. 409. Gabriel François Venel, a doctor from Montpellier and Inspector General of Mineral Waters, was along with his friend Pierre Bayen, a pharmacist and chemist, responsible for analyzing all the mineral waters in France. "He is better known for what he has promised to the sciences than for what he as actually done for them, " was Fourcroy's severe comment in the Dictionnaire de Chimie, Encyclopédie méthodique, vol. III, p. 262.)






In 1768, the death of Théodore Baron liberated a place for a chemist at the Royal Academy of Sciences. Lavoisier had been on the list of candidates for two years. Supported by his father's friends, Maraldi and Duhamel du Monceau as well as by Bernard de Jussieu, Macquer and Joseph Jérome Le François de Lalande (1732-1807), he was elected. On Wednesday June 1, 1768 he sat for the first time at the Academy. He would remain there for twenty-five years, taking on increasing responsibilities. His first papers were reports on analysis: studies of gypsum, the diamond, meteorites, charcoal, lead and mineral waters. He perfected a new model of the hydrometer which he used to measure the density of mineral waters. His work was always on a high level, but contained nothing revolutionary.






One has the impression that he had not yet found a research subject worthy of his talents. But, on the other hand, he had already defined his working method, based on three principles: 1- Every chemical reaction is an equation; this equality is of a quantitative nature and is verified by weighing the bodies before the reaction and the new compositions at its conclusion. 2- The validity of a chemical analysis must be confirmed by a synthesis reconstituting exactly the original body from the elements defined by the analysis. 3- The principle of the conservation of matter is a mathematical law of general value and not just a simple philosophical concept, and it is applicable to all the sciences. In chemistry, it is verified by the systematic use of the scale.






Although the paternity of the law of the conservation of matter is generally attributed to Lavoisier, it was known well long before him. It goes back to the ancients Greeks. Anaxagoras expressed it this way in 450 B.C.: " Nothing is born or perishes, but already existing things combine, then separate anew." (Quoted by R. Taton, Histoire générale des sciences, Paris, P.U.F., 1957, vol. 1, p. 217.)






In 1630, in his Essais sur la recherche de la cause pour laquelle l'étain et le plomb augmentent de poids quand on les calcine (Essays on the Search for the Reason that the Weights of Tin and Lead Increase When They are Calcined), Jean Rey (1583-1645), doctor from the Périgord and correspondent of Père Mersenne, wrote, "The heaviness is so closely linked to the basic matter of the elements that, when changing from one to the other, they always keep the same weight." (Jean Rey, Essais sur la recherche de la cause pour laquelle l'étain et le plomb augmentent de poids quand on les calcine , new edition based on the original and supplemented by manuscripts from the Bibliothèque du Roi and the Minimes de Paris, with notes by M. Gobet, Paris, Ruault, 1777, p. 21.)






In 1678, the Abbé Edme Mariotte (1620-1684) wrote in his Essai de logique: "It is a maxim or natural rule that nature makes nothing from nothing and that matter is never lost." In 1704, Isaac Newton (1642-1727), borrowing the atomists' argument on the eternal similarity of the material world, wrote in Optics that it seemed most likely that in the beginning matter had been formed into solid, massive hard, impenetrable and mobile particles of such size and shape and in such numbers and proportions as to make them most suited to the ends for which they were intended. For this very reason Newton believed primitive particles to be solid and incomparably harder than any of the "porous" bodies which they composed. He considered them to be so hard that they could never worn down or broken up, since nothing could, in the ordinary course of nature, divide into several parts what had originally been made whole "by the will of God himself." As long as the particles remain whole, he continued, they could make up over the centuries bodies of the same nature and texture. But if they were broken down, the nature of the things that had depended on these particles such as they had been, would inevitably change . The nature of water and earth composed of altered particles and fragments of these particles could not be of the same as that of water and earth which had been composed in the beginning with the whole particles. Consequently, he argued, so that nature can endure, the alteration of bodies must consist only of separations, new combinations and movements of these solid bodies, but in places where these particles are joined together and touch only slightly. (Newton, quoted by H. Metzger, in Newton,Stahl, Boerhaave et la doctrine chimique ,Paris, Félix Alcan, 1930, p. 30.) And in 1764, Dr. Chardenon asserted more simply: "It is a generally accepted principle that the absolute weight of a body can be increased only by adding new matter. The law of opposites thus indicates that they can become lighter only by the removal of these same parts." (Chardenon, "Mémoire sur l'augmentation de poids des métaux calcinés," in Memoires de l'Académie de Dijon, 1796, p. 314.)






Although Lavoisier is not the author of the law, nor did he ever seek to demonstrate its exactitude, it was for him a true paradigm which entirely defined his scientific method: everything can be measured, hence calculated and, just as in a balance sheet, the total of the outflow must always equal that of the inflow. It was with this goal in mind that he commissioned the costly scales fabricated by the best craftsmen of the day, Mégnié and Fortin. His expression of the law in the Traité élémentaire de chemie is interesting because it includes three notions that were essential for him: the experimental method, the method of equation, and that of analysis and synthesis. He wrote in the chapter on the fermentation of wine: "Nothing is created, neither in the operations of the art, nor in those of nature, and one can assume in principle that in every operation there is an equal quantity of matter before and after the operation, the qualtity and the quantity of the principles are the same, and that there are only modifications. The entire art of carrying out experiments in chemistry is based on this principle. For all of them one is obliged to assume a true equality of equation between the principles of the bodies being examined and those that are drawn from them through analysis. Thus since the must of grapes produces carbonic acid gas and alcohol, I can say that grape must = carbonic acid + alcohol. (...) The effects of the fermentation of wine are thus reduced to separating into two portions the sugar which is an oxide; to oxygenating one at the expense of the other to form carbonic acid; and to deoxygenating the other in favor of the first to form a combustible substance which is alcohol. And all this occurs in such a way that if it were possible to recombine these two substances, alcohol and carbonic acid, one would reform sugar." (Lavoisier, Traité élémentaire de chimie, Paris, Cuchet, 1793, vol. 1, pp. 140-41 and 150.)






The Chemistry of Gases






In 1772, a new field of investigation, the chemistry of gases, was opened up to Lavoisier. Succeeding Robert Boyle (1627-1691), John Mayow (1645-1679) and Stephen Hales (1677-1761), the British chemists Joseph Black (1728-1799), Joseph Priestley (1733-1804) and Henry Cavendish (1731-1810) founded pneumatic chemistry during the 1760s. The French did not see the importance of the chemical role of gases and still considered atmospheric air as an inert gas, "a simple receptacle of exhalations."






In September , Jean Charles Philibert Trudaine de Montigny (1733-1777) a high official in t he Ministry of Finances and a colleague of Lavoisier at the Academy of Sciences, asked him to verify information provided by his spy in London, Joâo Jacinto de Magalhaens, according to which it was possible to treat scurvy by administering to patients a preparation of fixed air (CO2 or carbon dioxide) in the form of water impregnated with the gas. This, at least, is what the chemist Joseph Priestley had reported at the Royal Society.






Fixed air, this newly discovered gas which the British said was "fixed" in certain organic compounds, posed an enigma for Lavoisier. Was it atmospheric air itself which became fixed, Turgot (1727-1781) wrote to Condorcet (1743-1794), or was it only a part of atmospheric air? And could this fixation of air be the cause of the increase in weight observed when, by simple heating, a metal was transformed into its oxide? This operation, called calcination by analogy with the method used to transform chalk into lime, made it possible to transform numerous metals into oxides. But these oxides - it had beeen known for a long time - weighed more than the metals that produced them.






Thus the Mémoires de l'Académie des Sciences had taken note in 1667, the year the Academy was created, of the Expériences de l'augmentation du poids de certaines matières par la calcination ((Experiments Concerning the Increase in Weight of Certain Materials Through Calcination). "It would be quite natural to believe," the author of the report wrote, "that a body cannot become heavier unless it joins itself to some perceptible matter. But M. du Clos has shown the Academy that a pound of régule of antimony, so finely ground that it was reduced to impalpable dust, having been exposed to the focus of a burning glass, and reduced to ashes after one hour, became heavier by one-tenth, although during all the time it had burned, it was giving off a quite thick white smoke. While this material was on fire, its surface became covered with a great many small whitish filaments. The fire from the charcoal had the same effect as that from the sun. When the experiment was repeated, it was found that the finer the antimony powder, the more quickly it heated and the greater its increase in weight. It was also found that sulphurated minerals, such as tin and lead, acquired this increase in weight when they were calcined. (...) M. du Clos conjectured that the air that is incessantly drawn to places where there is fire, deposits on these burning materials full of sulphur from the earth more volatile sulphurated particles which join with them, become fixed there and form the filaments of which we have spoken and which apparently account completely for the increase in weight."
The only way of finding out was to repeat the experiments done by the other authors. Lavoisier chose phosphorus, that astonishing body which calcines easily while producing phosphoric acid. Having placed in an open flask a half gram of phosphorus, he weighed both and placed the flash under a bell jar. With the aid of the burning glass he had used to calcine diamonds, he ignited the phosphorus, which burned in the flask producing phosphoric acid. At the end of the process, the air in the bell jar had diminished by 0.3 liters whereas the weight of the flask had increased by 0.3 grams. It was clear that the air in the bell jar had been fixed by the phosphorus and that this fixation explained the increase in weight.The same was true with sulfur, which burned under the bell jar, transforming itself into sulfuric acid. The weight of the whole - bell jar and sulfur - was the same both before and after the experiment; that of the bell jar had not changed, only the weight of the sulfur had increased. Therefore this increase had necessarily been made at the expense of the air contained under the bell jar. The calcination of lead and tin gave the same results.
Here then was a revolutionary discovery, which was hardly compatible with the official theory formulated by Stahl. If the simple heating of a metal caused it to lose its phlogiston, it should at the same time decrease its weight. But just the contrary occurred: its weight increased. Stahl's assertion thus had to be false: combustion did not consist of a release of phlogiston but in an acquisistion of air and was accompanied by an increase in weight.
In November, Lavoisier was ready to establish the chemical role of air and to question openly the existence of phlogiston. The research program he defined on this theme at the beginning of 1773 was to be followed scrupulously for the next twenty years. It would be punctuated by true discoveries, borrowings from English authors and especially brilliant conceptual syntheses which provided the bases for modern chemistry.
The Notion of Element
Was it - as Turgot argued - the atmospheric air as a whole which was acquired during the calcination of metals and came to be called fixed air, or only a part of that air? And would that part not be precisely the gas that is released by the calcination of metallic oxides? In March 1775, Lavoisier carried out his famous experiment of twelve days and twelve night on red oxide of mercury which is also known as mercurius calcinatus. This oxide obtained by prolonged heating of mercury at 350 degrees has the remarkable property of spontaneously reducing itself when it is heated to more than 400 degrees. Determined to weigh not only the solids and liquids, but also the gaseous products of the reaction, Lavoisier collected these gases thanks to the pneumatic trough invented by Hales and perfected by Cavendish and Priestley.
The liberated fixed gas that Lavoisier studied had very remarkable qualities: it activated combustions and sustained animal respiration: it was oxygen. Priestley called it dephlogisticated air, but Lavoisier, already a physiologist, preferred called it air vital. The theory of acids ensued quite naturally from these first discoveries: since by burning sulphur in the fire of oxygen, sulphuric acid is obtained and by burning phosphorus, phosphoric acid is obtained, the denomination "oxygen" (that which engenders acids) `was surely suitable for this new gas. "The definition of the composition of air ensues from this program of research: atmospheric air is not an element, that is, a simple body, but a mixture of several gases. Approximately a quarter of atmospheric air is composed by dephologisticated or eminently breathable air (oxygen) and three-quarters, of noxious and harmful air (nitrogen)." (Lavoisier, Oeuvres, vol. II, p. 143.)
In the quarrels over precedence concerning the discovery of oxygen, it is thus possible to define Lavoisier's original contribution: if the Swede Scheele was the first to isolate it , it was Priestley who defined its properties and Lavoisier who identified it as an element. Whether he had wished it or not, Lavoisier had been led to the methodical study of Aristotle's four elements: could they really be considered as elements, elementary constituents of matter? It was no longer true for earth, air and fire. What about water?
The Analysis and Synthesis of Water
In 1783, seeking to identify the product obtained from the combustion of hydrogen in the presence of oxygen, Lavoisier obtained water - but only after Cavendish and Priestley. Thus water as well was not a simple element: it was composed of hydrogen and oxygen. But Lavoisier still had to demonstrate this in an irrefutable way. Thus in February 1785, he achieved in a single experiment the analysis and then, synthesis, of water. His demonstration before a large audience lasted three days. With the help of J.-B. Meunier de La Place (1754-1793), he passed water vapor over incandescent iron, which decomposed it into hydrogen and oxygen. The two gases were collected in a separate gasometer constructed by Mégnié and were then mixed in a glass balloon and ignited by an electric spark. Water was reconstitued.
The Contents of the Chemical Revolution
- The Notion of Element. Lavoisier challenged Aristotle's conception of the four elements - earth, water, air and fire - and redefined the notion of element. He showed that atmospheric air is a mixture of oxygen and nitrogen and that water is a compound body, formed from oxygen and hydrogen. He brought to light the role of oxygen in combustions, calcinations, oxidations and the formation of acids. In asserting with Laplace that the amount of heat discharged during a reaction is equal to the amount of heat absorbed during the opposite reaction, he formulated the first principles of thermochemistry.
- The Rejection of Phlogiston. By attacking the "sublime theory" of Stahl in 1785, Lavoisier in his Réflexions sur le phlogistique, crowned the scientific revolution that was underway. But his rights of ownership of this revolution had their limits. For the discovery of oxygen, Scheele, the Swede, and Priestley, the Englishman, had preceded him. The determination of the composition of water was implicit in the results obtained by Cavendish, that of heat specific to those of Crawford and Black. Moreover, the way he envisaged different degrees of oxygenation is scarcely compatible with the modern concept of oxydo-reduction and the exchange of electrons which accompanies it: the gain in electrons during the reductions goes more in the direction of the acquisition of phlogiston, imagined by Stahl.
-The New Method of Nomenclature. In giving chemistry its first general laws, he made it a science; by imposing on it the use of the scale and the exact weighing of bodies before and after every reaction, he invented an experimental method. But his most important contribution was no doubt the modern language he gave it by codifying, along with Guyton de Morveau, the new method of chemical nomenclature. He did more than simply give it a new language: "He formalized this language by taking advantage of the quasi-algebraic character and universality of the great linguistic functions, according to an open combinatoire, conforming to the capacity possessed by chemistry for the rational creation of constantly new material spaces." (J.P. Malrieu, L'Actualité chimique, 1987, XI.)
In this case, Lavoisier was relying on the Abbé Condillac (1715-1780), whom he quotes in the introduction to the Traité élémentaire de chimie: "Languages are true analytical methods; algebra, the means of expression which is the simplest, most exact and best adapted to its object, is both a language and an analytical method. In short, the art of reasoning can be reduced to a well constructed language."
Some people reproached Lavoisier for having replaced Stahl's phlogiston theory by its opposite - absorption of oxygen instead of the discharge of phlogiston during combustion - and for this reason called the new chemistry "anti-phlogiston." Others criticized his choice of the new dominations or inisisted that the theory of acids was too rigid, since some, such as hydrochloric acid, do not contain oxygen. Lavoisier is also sometimes reproached for having engaged chemistry and physics in an impasse by replacing phlogiston by the hypothetical caloric or matière de la chaleur , an imponderable material substance. According to Lavoisier, this matter, combined with the oxygen principle to form oxygen gas. Between heat-substance and heat-movement, the two conceptions coexisting in his times, he made the wrong choice. (Maurice Pasdeloup, "Lavoisier géant de la science, nain et victime de la politique," in Fréquence Chimie, November 1994, p. 26.)
As for chemical affinities, he justified himself by the evasive reply that he had not studied them. "M. Geoffroy, M. Gellert, M. Bergman, M. Scheele, M. de Morveau, M. Kirwan and many others have already collected a multitude of particular facts which are only waiting for the places to be assigned to them. But the principal data are still lacking, or at least those we possess do not yet have enough precision or certainty to become the fundamental base on which such an important part of chemistry must stand." (Lavoisier, Traité élémentaire de chimie, vol. I, p. xiv.)
It is a good idea to let him speak for himself, since he made the point of specifying in 1792, at a time when a certain pride on his part was no longer out of place, what he felt to be his personal contribution: "One will not deny me, I trust, all the theory of oxidation and combustion; the analysis and decomposition of air by metals and combustible bodies; the theory of acidification; more precise knowledge on the nature of a great number of acids, notably vegetable ones; the first ideas on the compositon of vegetable and animal substances, and the theory of respiration to which Seguin also contributed." (Mémoires de Chimie, vol II, p. 87.)
In making this dry enumeration with the succinctness of a self-assured man, he well knew that he had had to do much more than simply reject phlogiston in order to attract the attention of the scientific community. His hard work, his experimental method, his fortune and costly instruments, his influence at the Academy of Sciences, his membership in "enlightened circles," his wife's talent for public relations, the Monday dinners at the Arsenal and the political role of Paris and France in Europe did the rest.
Lavoisier opened the way for organic chemistry by inventing the method of analyzing organic bodies by combustion. It was, however, this opening, associated with his concerns for public health, which was going to lead him towards medicine, physiology and biology

[fuente: Historyofcience]